Apocalipsis zombi y colapso psicosocial
Por Antar Martínez-Guzmán
Cada época tiene sus propios fantasmas y proyecta sus propios demonios. Estos son, con mucha frecuencia, una representación alegórica de las preocupaciones y angustias que le aquejan. En la imaginación compartida de figuras extraordinarias y, particularmente, de personajes monstruosos, las sociedades expresan algo de su propia composición y de las sombras que proyecta. Como sugiere Roland Barthes (1957), los mitos modernos operan como sistemas semióticos donde se naturalizan imaginarios, ideologías y fuerzas históricas. A través de ficciones arraigadas y propagadas en la cultura -desde los mitos ancestrales hasta las producciones mediáticas contemporáneas- las sociedades codifican y elaboran sus cosmovisiones, pero también sus contradicciones y las preguntas que les asedian.
Si cada monstruo es un síntoma de su época, el zombi parece ser un personaje propio de nuestro tiempo. Desde el cine y la televisión hasta la literatura y los videojuegos, se ha posicionado en el imaginario social de las últimas décadas como una figura célebre para ya varias generaciones. Sus rasgos definitorios contrastan con monstruos de otras épocas. Pensemos, por ejemplo, en el vampiro del Romanticismo -figura aristocrática, enigmática y seductora, como Drácula, que encarnaba los miedos a la decadencia de la nobleza y la sexualidad reprimida (como sugiere el historiador Franco Moretti, 1982)- o del monstruo de Frankenstein, producto de la hybris tecno-científica de la modernidad industrial que exponía los dilemas éticos de las fabricaciones humanas y las preocupaciones morales sobre el alma.
Hoy, la figura del zombi -cadáver reanimado, carente de voluntad y conciencia- inunda la cultura popular global. Mientras el vampiro fascinaba por su individualidad perversa y Frankenstein inspiraba lástima por su soledad trágica, el zombi contemporáneo nos muestra una condición social y existencial totalmente distinta; una especie de cadáver reanimado, carente de conciencia y profundidad existencial. Su recurrencia en el repertorio cultural actual parece indicar algo sobre los tiempos que corren: si los monstruos del siglo XIX reflejaban tensiones entre tradición y progreso, el zombi del siglo XXI parece señalar hacia las vicisitudes psicosociales en el contexto del capitalismo tardío, donde la melancolía gótica cede lugar al horizonte de catástrofe impersonal del presente.
Como personaje de la ficción cultural, el zombi tiene sus raíces en las creencias del vudú haitiano, donde representaba un ente esclavizado y despojado de voluntad por medios mágicos. Como muestra el antropólogo Wade Davis (1988), la figura emergió en un contexto de opresión colonial, por lo que se ha asociado a la pérdida de autonomía y la deshumanización impuestas por el colonialismo y la esclavitud. Pero su transformación en el imaginario occidental-desde la icónica película White Zombie (1932) hasta la popular serie The Walking Dead– ha ampliado sus referentes y sentidos. Con el tiempo, el zombi ha sido reinterpretado por la industria cultural reflejando preocupaciones de nuestras sociedades rápidamente cambiantes.
Su expansión en el imaginario popular, especialmente a partir de filmes pioneros en el género como La noche de los muertos vivientes (1968) o El amanecer de los muertos (1978) marca un punto de inflexión. Por ejemplo, los zombis empiezan a representarse deambulando por grandes urbes y centros comerciales en imágenes que -siguiendo los trazos Jean Baudrillard (1981)- podrían leerse como una alegoría de la sociedad de consumo: masas sin conciencia movidas por compulsiones depredadoras irracionales. Así, el zombi bien podría funcionar como una metáfora de las vicisitudes que enfrentan las subjetividades de nuestro tiempo y las angustias psicosociales contemporáneas. ¿Qué nos dice esta popular figura sobre los tiempos que corren, sobre las inquietudes colectivas y las tensiones del presente? Aunque las formas de representación son variadas y contrastan en función de los diversos productos culturales, ciertas regularidades narrativas y simbólicas pueden ser ofrecer pautas reveladoras.
En primer lugar, el zombi es en realidad un monstruo masivo. Lo que le hace terrorífico es que nunca es uno, sino muchos. Pertenece a la dimensión de la horda, la invasión y la plaga. Algo de su monstruosidad consiste precisamente en su cantidad enorme e indefinida; un tumulto que consume y arrasa lo que encuentra a su paso. Es, además, una masa dispersa y caótica; carente de organización, identidad y sentido de pertenencia; aunque los zombis se abalancen sobre la misma presa o echen abajo las mismas alambradas no hay una interacción significativa entre sí. En la horda no hay posibilidad de comunidad ni sociabilidad real. Aun estando unos a lado de otros, siguiendo los mismos patrones, se trata de individuos aislados y desconectados.
Además, es una masa que se extiende rápidamente y amenaza permanentemente con engullirnos; siempre está latente el riesgo de contagio que nos haría engrosar sus filas. Más que el medio a ser aniquilados o devorados por zombis, el escenario más trágico es el de convertirse en uno de ellos. Se trata de una expansión tentacular y global que parece llegar a todas partes y poder absorber a la humanidad entera. Esto parece decirnos algo sobre la sensación -ampliamente propagada en las sociedades globales y en los grandes centros urbanos- de estar inmersos en muchedumbres informes y desestructuradas, donde se diluyen el sentido de colectividad y los lazos de pertenencia. Las lógicas del capitalismo salvaje actual también muestran una suerte de correspondencia con las hordas zombi que devoran y devastan todo a su paso.
La idea de contagio es clave en el esquema narrativo de zombis. No se sabe muy bien de dónde vino o cómo surgió el germen patógeno (a menudo se representa como un virus extraño derivado de la manipulación biológica y de los abusos tecnológicos humanos), pero su génesis no es realmente relevante para el relato. Lo que importa es que ese virus misterioso está aquí y se esparce con rapidez. Así, el origen del mal en la figura del zombi tiene una naturaleza virulenta y pandémica. En psicología social se ha utilizado la noción de contagio para explicar la propagación masiva de emociones, ideas o conductas, por medios inconscientes o irracionales, lo que permite explicar fenómenos como el pánico financiero o la violencia multitudinaria.
En el clásico Psicología de las masas (1895), Gustave Le Bon ya advierte cómo las multitudes generan comportamientos que no se observan en los individuos por separado, fenómenos colectivos donde la racionalidad se ve disminuida y las emociones se contagian rápidamente, lo que conduce a comportamientos impulsivos y a la suspensión de la individualidad crítica. Además, como sugieren teóricos de la cultura como Kyle Bishop (2010) y Roberto Esposito (2002), las narrativas de contagio masivo reflejan el miedo a la fragilidad de los sistemas sociales, a las lógicas virales globales y a las crisis biopolíticas contemporáneas.
Por otra parte, el virus en cuestión tiene como efecto trágico la desindividuación. Afecta al psiquismo, a la capacidad simbólica; elimina la identidad, el lenguaje y el raciocinio. Desaparece a la persona que solía habitar ese cuerpo y anula la singularidad subjetiva. La desindividuación pude entenderse como un proceso donde los individuos pierden su identidad distintiva y se fusionan con un mecanismo que predefine y automatiza sus comportamientos. Es un proceso que nos iguala y nos empareja, pero eliminando las diferencias que nos humanizan; la capacidad de agencia, reflexividad y responsabilidad. Esta imagen del zombi, desprovisto de voluntad y conciencia, bien podría evocar la condición de individuos capturados en sistemas alienantes, anestesiados por la sobre-estimulación y enganchados a circuitos de explotación de energía y atención que no controlan. A propósito de esta especie de zombificación de la de la subjetividad, el crítico cultural Mark Fisher (2020) dirá: “El capital es un parásito abstracto, un gigantesco vampiro, un hacedor de zombies; pero la carne fresca que convierte en trabajo muerto es la nuestra y los zombies que genera somos nosotros mismos”.
La propia condición definitoria del zombi como un muerto-viviente refleja la contradictoria experiencia contemporánea, donde no es posible detener la actividad compulsiva pero tampoco vivir agenciada y plenamente. Evoca la sensación de una vida sedada o enlatada, distanciada de experiencias genuinas, carente de sentido o reducida a mera supervivencia. La figura del zombi materializa un oxímoron que desestabiliza categorías ontológicas más básicas: no está claramente ni vivo ni muerto, sino atrapado en un limbo absurdo y extenuante que parodia una condición común en el capitalismo tardío. Funciona como un autómata exhausto que no puede perecer, pero tampoco experimentar la vida por completo; parece ser una especie endémica de la llamada sociedad del cansancio, donde pululan ‘zombis funcionales’, agotados pero incapaces de rebelarse.
Para concluir el esbozo, un aspecto clave es que el escenario de las historias de zombis es fundamentalmente apocalíptico. Es zombi es una criatura del fin del mundo. Su hábitat natural es una situación catastrófica que bordea la destrucción total de la sociedad. Los relatos plantean escenarios donde el orden establecido se desmorona. Observamos imágenes desoladoras de grandes metrópolis abandonas, ausencia de gobiernos e interrupción de los servicios básicos. Los protagonistas se enfrentan a una supervivencia agreste, despojada del orden y la seguridad dadas por sentado en el mundo moderno, donde aspectos tan naturalizados como la propiedad privada quedan inhabilitados. No es extraño entonces que el auge del género apocalíptico zombi en el siglo XXI coincida con crisis reales: colapsos financieros, desastres socio-ecológicos por el cambio climático y pandemias como la de Covid-19.
En los relatos de zombis no suele haber finales felices; quienes logran escapar del contagio deben afrontar un quiebre civilizatorio. A menudo, se plantean circunstancias donde los sobrevivientes se ven desbordados e incapaces de detener la debacle en proceso. Películas como Exterminio (2002) -una de mis favoritas- o World War Z (2013) proyectan la angustia ante el colapso de las estructuras sociales y políticas, donde los pactos y vínculos solidarios que mantenían el orden social se resquebrajan y quedamos arrojados a una lógica de competencia individualista descarnada (de donde, por cierto, suelen brotan tentativas autoritarias y violentas que parecen ser más peligrosas que la propia epidemia). De modo que las ficciones de zombis parecen ejemplificar la famosa frase atribuida al crítico literario Frederic Jameson según la cual al de hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
Pero también es cierto que, en medio de la crisis generalizada, algunos personajes se esfuerzan por encontrar formas de supervivencia, reorganización y resistencia a la devastación. A menudo se encuentran ante dilemas donde se pone en juego la propia humanidad, donde se tensiona la relación entra solidaridad y competencia, entre cuidado y egoísmo. Se trata de estructuras dramáticas donde está en disputa la propia condición humana. En este sentido, el apocalipsis zombi funciona como una fantasía que canaliza tanto el miedo al caos como el deseo de encontrar formas de vida capaces de persistir.
Así, el zombi como criatura de ficción nos ofrece un espejo distorsionado donde se elaboran las preocupaciones psicosociales de nuestro tiempo. Su persistencia en la cultura popular nos devuelve interrogantes inquietantes: ¿Qué nos dicen estas hordas caníbales sobre temor a la pérdida de lazos sociales significativos, en una sociedad hiperconectada pero también fragmentada?, ¿Qué nos muestra esta masa indiferenciada sobre la disolución de las identidades molares, las nuevas formas de soledad y la fragilización de los vínculos?, ¿Qué nos sugiere el zombi sobre la sensación extendida de estar viviendo en “piloto automático”, conducidos por inercias y tendencias masivas, con poco margen de agencia y organización colectiva?, ¿Qué nos dice sobre la impresión cada vez más cercana de habitar una época apocalíptica; donde el fin del mundo no es solamente un horizonte imaginario sino una posibilidad aterradoramente real? La metáfora zombi parece integrarse a la mitología contemporánea y recordarnos la capacidad de la ficción para alertarnos sobre nuestra condición y ayudarnos a elaborar tramas alternativas, antes de que nuestras figuraciones se vuelvan irreversiblemente reales.
Contacto: antar_martinez@ucol.mx
Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.