La geopolítica del futbol: El Mundial 2026
Por Aylen Peregrina Vargas
A 6 meses del inicio de la Copa Mundial de 2026, el primer torneo con 3 sedes simultáneas -México, Estados Unidos y Canadá-, conviene recordar que el fútbol nunca es solo deporte. La elección de un país como sede de un Mundial no es únicamente una decisión logística o comercial, sino también un acto profundamente geopolítico. A lo largo de la historia, los gobiernos han utilizado los eventos deportivos para proyectar poder, legitimidad y estabilidad, así como para moldear su imagen internacional. El Mundial 2026 no es la excepción, existen tensiones migratorias en los 3 países, renegociaciones y ajustes en materia comercial tras el T-MEC, y una interdependencia económica que coexiste con fricciones políticas.
Asimismo, cada país vive procesos internos particulares que influyen en su capacidad de proyectarse internacionalmente. Canadá atraviesa una etapa de reajuste político tras un reciente cambio de liderazgo; Estados Unidos enfrenta debates intensificados sobre seguridad, frontera y cohesión social; y México combina un proceso de transición histórica con desafíos persistentes en materia de seguridad. Estas condiciones no definen por sí solas la región, pero sí enmarcan el entorno en el que se organiza el torneo.
Aunque es el deporte más visto del planeta, el fútbol no es un simple espectáculo. Históricamente, los Mundiales han funcionado como vitrinas políticas, instrumentos de diplomacia pública o plataformas de reposicionamiento internacional. Italia 1934 proyectó el imaginario fascista; Argentina 1978 buscó legitimidad en medio de una dictadura; Sudáfrica 2010 se planteó como el escaparate del liderazgo africano post–apartheid; y Catar 2022 apostó por un ejercicio de marca-país para consolidar su presencia en el sistema internacional.
México, Estados Unidos y Canadá no buscan una legitimidad política semejante a la de sedes históricas más controversiales, pero sí comparten un objetivo estratégico: utilizar el torneo como una plataforma para proyectar capacidad institucional y cohesión regional. La cooperación trilateral necesaria para organizar el torneo refleja un nivel de articulación que normalmente es difícil de alcanzar. La coordinación de seguridad, movilidad, tecnología, conectividad fronteriza, regulación comercial y transporte involucra a decenas de agencias en los tres países. Instrumentos como los sistemas de acreditación, los protocolos migratorios temporales o los flujos masivos de visitantes requieren decisiones conjuntas que, en otros ámbitos, suelen ser objeto de tensión política.
Si bien la organización conjunta del Mundial exige coordinación entre los tres países, Estados Unidos concentra la mayoría de las sedes, posee una relación histórica más sólida con la FIFA y cuenta con un mercado deportivo y publicitario de mayor escala, lo que le otorga ventajas sustantivas frente a México y Canadá. En la práctica, esto se traduce en una posición de mayor protagonismo en las decisiones operativas, en la captación de inversión y en los beneficios económicos derivados del torneo. Estados Unidos, con su peso económico y logístico, ve el torneo como una oportunidad para reforzar su liderazgo deportivo y de entretenimiento, y para mostrar una imagen de estabilidad institucional en medio de debates polarizados.
Por otra parte, México busca aprovechar el torneo para proyectar capacidad de organización, atraer inversión, consolidar rutas turísticas y exhibir avances en infraestructura urbana. Sin embargo, la persistente percepción de inseguridad representa un desafío, obligando al país a redoblar esfuerzos en protocolos de seguridad y orden público. Al mismo tiempo, el Mundial ofrece la posibilidad de una derrama turística significativa, con impactos en hospedaje, transporte, comercio y servicios locales
Canadá, por su parte, aprovecha la plataforma para afianzar su presencia en la diplomacia deportiva y cultural, fortalecer su atractivo turístico y conectarse más plenamente con el público global en un momento de renovación política interna. Su papel como uno de los socios más estables en la región puede darle un valor agregado al enfoque cooperativo del torneo.
El Mundial de 2026 pone a prueba algo más que la capacidad organizativa: examina hasta qué punto América del Norte puede articular una identidad regional funcional, capaz de coordinar políticas y gestionar diferencias en un escenario de enorme visibilidad global. El torneo se convierte en una narrativa compartida en un espacio donde la movilidad humana suele ser tema de disputa; donde el comercio y la seguridad condicionan las agendas nacionales; y donde la cooperación no siempre fluye con facilidad. En este caso, la paradoja es que el fútbol facilita acuerdos que otras áreas políticas encuentran difíciles de alcanzar.
En un mundo donde los eventos deportivos son instrumentos de poder blando y diplomacia pública, el Mundial 2026 representa una oportunidad para observar la política internacional en tiempo real.
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