Por Paulina Atanacio*
Mi mirada sobre la mirilla de mi cámara fotográfica, esperando el momento exacto para tomar la fotografía. Yo me encontraba enfrente de Palacio de Gobierno, en pleno centro de la ciudad de Colima. Era el 8 de marzo de 2024, el 8M. Me situé a 2 ventanales de la puerta principal, esperando el momento exacto para hacer “clic”. Un par de chicas que se encontraban frente al acceso estaban golpeando la pesada puerta de madera con el afán de derribarla, tal y como sucedió en la cita del año pasado. Otras le prendían fuego a unas tablas que se encontraban en el lugar y que antes de la marcha por las mujeres fueron parte de una supuesta “barrera de seguridad” que contendría los daños al histórico inmueble.
Yo no despegaba mi cara de la cámara. De repente, veo un humo blanco saliendo de un hoyo que fue hecho a la puerta por las manifestantes; por allí sale “disparado” un líquido en forma de humo blanco. Yo aprieto el obturador sin importar lo que sea. En fracción de segundos todas comenzaron a correr y hubo voces de mujeres advirtiendo, dramáticamente, “¡Corran, es gas lacrimógeno!”, “¡Tápense, es gas!”.
Baje la cámara para analizar la situación. Al retirarla, yo estaba dentro de una nube de humo de gas lacrimógeno. Al instante, mis ojos se nublaron, no podía ver nada, me ardían y dolían. Comencé a sentir pánico porque estaba realmente asustada y preocupada. Me quede ciega por un par de segundos, mientras sentía como una gran cantidad de personas pasaban a mi lado tratando de huir.
Ojo
Mis amigas y yo, días antes, nos estábamos poniendo de acuerdo en dónde y a qué hora nos veríamos el día de la marcha, el día del 8M; que llevaríamos puesto, ¿llevaríamos carteles? ¿qué dirían?; ¿quién tomaría las fotos? Teníamos tarea de una materia de nuestra licenciatura, la de Periodismo, que implicaba ir a la protesta por las calles y sacar productos periodísticos. Nos pusimos de acuerdo y todas nos veríamos en el Telcel que está sobre el boulevard Camino Real, en punto de las 5 de la tarde. Ese sería el primer punto de reunión de la multitud.
Se llegó el 8 de marzo y asistí totalmente vestida de negro y rematada con un pañuelo morado sobre el cuello. Estaba muy emocionada. Al llegar, comencé a buscar a mi grupo de amigas que estarían conmigo en la marcha. Las encuentro en el último contingente, justo donde se encontraban “Las Universitarias”, chicas de la Universidad de Colima, alumnas de Psicología que portaban una manta con el nombre de su carrera manchada con unas manos en tonalidades rojas plasmadas sobre un nombre. Mis compañeras sostenían en sus manos carteles. El de Ana decía “Libres, NO valientes”; el de Dafnee, “¡Ahora que estamos juntas, ahora que si nos ven!”. Igual había carteles de otras amigas con la cara de violentadores, de quienes les agredieron.
Alrededor de las 5:40 comenzaron a avanzar los contingentes de madres de mujeres desaparecidas, mamás, infantes y personas de la tercera edad; los bloques mixtos y otros cuantos bloques más de mujeres.
Avanzamos por Camino Real, reivindicando nuestros derechos, denunciando nuestras agresiones. Alcanzamos la “Plaza de los Desaparecidos”, antes llamada “Rotonda de los Colimenses Ilustres”. Esa plazoleta muy tradicional en la ciudad por tener la “Piedra Lisa”, adquirió ese nombre porque cientos de familias protestaban y protestan allí por la falta de seguridad que impera en el estado. Dolidos y hartos, familiares colgaron carteles y lonas con datos de sus familiares desaparecidos.
Yo, a lo mío, tomando fotografías a unas cuantas chicas que llamaron mi atención por su vestimenta, por las flores de color blanco que cargaban en sus manos y por los carteles tan impactantes y coloridos que enseñaban reclamando, reivindicando, denunciando. Era inevitable que al estar caminando junto a ellas comencé a analizar todas las consignas que entonaban al unísono: “¡La UdeC no me cuida, me cuidan mis amigas!”, “¡Señor, señora, no sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente!”, “¡Mujer escucha, esta es tu lucha!”. Con cada grito la piel se me enchinaba, me abrazaba un sentimiento confuso. Era mi segunda marcha feminista. El escuchar gritar a esas mujeres con ese poder y con esa seguridad, me llenaba el corazón de cargas positivas, con una sensación de llanto y a la vez de sentirme escuchada.
En el siguiente punto de reunión había más de mil mujeres esperando para marchar rumbo al jardín Libertad. Alrededor de las 6:30 de la tarde, todos los contingentes comenzaron a avanzar mientras se escuchaban mucho más fuerte los “¡Alerta, alerta!”, “¡Vivas se las llevaron, vivas las queremos!”, “¡Y tiemblen, y tiemblen los machistas, que América Latina sea toda feminista!”, “¡No somos una, no somos 10, pinche Gobierno cuéntanos bien!”, “¡Ni una más, ni una más, ni una asesinada más!”, “¡Yo si te creo!”, “¡Las niñas no se tocan, no se violan, no se matan!”.
Lo acepto: por el grito de “¡El que no brinque es macho!”, justo cuando todas las mujeres brincaban con una sonrisa en la cara, mis deseos de tomar fotografías se esfumaron por unos minutos y decidí unirme al contingente de nuevo donde iban mis amigas. Con ellas caminé y grité “¡La UdeC no me cuida, me cuidan mis amigas!” y un muy fuerte “¡Fuera!” que antecedía al nombre de maestros universitarios motivo de las protestas y denuncias en su contra por actos de violencia de genero.
Pupila
Nuestra marcha del 8M se detuvo por tercera vez sobre la calle Madero, justo frente a la casa de Joanna Isabel López Álvarez, La China, una mujer que desaprecio el 26 de noviembre de 2019 y que a la fecha aún no se sabe nada de ella.
Esa es una parada obligada de la marcha feminista colimense desde el año de su desaparición y en esta ocasión tiene más fuerza ya que la mamá de Joanna Lopez falleció y nunca pudo encontrar a su querida y amada hija. Actualmente en esa casa permanece colgada una lona con su rostro y datos personales. Diariamente se esperan noticias de La China que no llegan; esta vez llegaron a la puerta de esa casa miles de chicas a dar abrazos a sus familiares y dejar flores blancas.
La marcha prosiguió. Al llegar al jardín Núñez, los cantos y consignas se hicieron notar mucho más. Todas avanzamos tranquilas, sin caos; todas cantábamos, gritábamos a voz viva las consignas. La Madero, en su parte más comercial y céntrica, la avanzamos ante la mirada curiosa, reivindicativa o hasta temerosa de los transeúntes. Muy pocos negocios habían cerrado. Al acercarnos al jardín Libertad, el punto final de la marcha para dar paso a una concentración, mitin o festival, nos sorprendió que las barras metálicas que protegían al Palacio de Gobierno ya no estaban.
Alrededor de las 10:30 de la mañana de ese 8 de marzo, mis padres y yo decidimos darnos una vuelta al jardín Libertad. Ante la marcha, queríamos respuestas a 2 preguntas: ¿habrán puesto ya las barreras protectoras de Palacio?, ¿serán resistentes? Efectivamente, había estructuras protectoras de cartón, madera o algo parecido. Eran tablas y por detrás las sostenían unas vallas de metal. Mi pensamiento inmediato fue: “Eso no resistiría” y que se quebraría fácilmente. ¿Qué esperaban? Estaban amarradas con alambres, simples alambres.
Una periodista estaba en el lugar, casi junto a mí. Hizo un comentario que despertó mi risa: “A ver si le van hablándole a los Bomberos porque al rato van a hacer una fogata con todo esto…” Uno de los hombres que estaban colocando las barreras en la puerta principal de Palacio de Gobierno contestó: “No diga, al rato nos van a echar la culpa”. Con las preguntas contestadas me retiré con una sonrisa en la cara y con pensamientos certeros: esas barreras no resistirían, solamente hicieron un gasto que pronto sería quemado y quedaría en cenizas.
Horas más tarde, estaban esas certezas frente a mí. No me equivoque y solté una carcajada: las barreras ya no estaban, las habían derribado. Nos abrieron las puertas para atacar.
Al llegar al jardín busco a mis compañeros fotógrafos para unirme a ellos. Tenía que recibir mi cámara porque no sé en qué momento de la marcha decidí desprenderme de ella para poder brincar sin problema un “¡El que no brinque es macho!”. Tenía que recuperarla para poder plasmar esos momentos que pronto se convertirían en un caos.
“¡Va a caer, va a caer, el pinche macho va a caer!”, son los gritos con mucho entusiasmo, con mucho coraje; la rabia contenida sale por fin. Seguramente eso es lo que desata y da continuidad a los cantos. Fue entonces cuando comienzan a darse las protestas directas: un bloque de mujeres se desprende de la multitud y utilizando los palos de madera que se usaron para “entablillar” las barreras, y que estaban allí, muy a la mano, los usan como objetos contundentes para golpear los ventanales de Palacio de Gobierno. En una segunda oleada, varias chicas con aerosoles y un encendedor, a manera de lanzallamas, comienzan a prenderle fuego a las tablas de madera que había ya por todos lados: a la izquierda, a la derecha, en el piso, colgando.
Durante varios minutos me dedique a mi trabajo: observar y fotografiar, fotografiar y observar. Eso me permitió saber que desde dentro de Palacio de Gobierno alguien lanzó un humo grisáceo que resultó ser extinguidor de incendios. Quien lo manipulaba, no lo dirigía exactamente contra las llamas, también contra las manifestantes. Esa fue una primera llamada que no amedrentó a las jóvenes. A lo suyo, ellas siguieron rompiendo las tablas de madera, intentado incendiarlas, rayando las paredes, reclamando por sus muertas, por sus desaparecidas. Las mujeres colimenses dejaban en claro que tenían derechos y voz; que tenían que ser escuchadas y que la ley debe ser aplicada cuando contra la mujer se actúe, no importa qué, cómo, dónde o quién sea. Justo por eso las pintas en las paredes, los gritos, el fuego. No olvidaban que, en su primer año de Gobierno, Indira Vizcaíno Silva se proclamó feminista; esa alusión lo hacía en ruedas de prensa, entrevistas, declaraciones o publicaciones; que las mujeres siempre irían primero.
Regreso. Me encuentro a unos escasos 10 metros de Palacio de Gobierno tomando fotos a chicas que están agrediendo a policías que se encuentran dentro del inmueble. A su lado o detrás de ellas, otras mujeres cantan “¡Ni una más, ni una más, ni una asesinada más!”. Justo entonces, del interior del edificio lanzan una piedra hasta 2 veces más grande que mi puño. Su objetivo era las feministas. “¡Pendejos!”, se dejó escuchar muy fuerte, muy claro. “¡Sálganse a ver si muy chingones!”, “¡Malditos!”, remataban. Todo eso lo observo por la mirilla de mi cámara. A mi extremo derecho se encuentra Dafnee, colega en la Facultad, acompañándome. Las 2 observamos cuando unas chicas juntan pedazos de madera, otras juntan carteles para prenderles fuego. Hay una llamarada grande que asusta. Seguramente por eso, desde el otro lado de la pared, personal de Protección Civil utilizan una manguera y agua para apagarla. Aprovecharon, además, para bañar a alguna de las chicas que estaban cerca. Nos tocó a Dafnee y a mí por acercarnos a tomar fotos.
Ardor, picor
El grito de “¡Muévanse, aléjense; aventaron gas!” me hace reaccionar. Comienzo a sentir un ligero picor en mis ojos, también un poco de ardor. Me cubro la cara con el pañuelo morado que traía en mi cuello. Dafnee hace lo mismo. Llega Alan y nos pide: “No se tallen, ni se echen agua, arde más. Ahorita regreso, voy al Kiosko a comprar un Pepto-bismol y agua”. Mi amiga y yo nos miramos confundidas. Eso que iba a comprar, al parecer, quitaba el ardor del gas lacrimógeno con el que nos rociaron.
Pierdo de vista a Dafnne, pero encuentro una cara conocida: el profesor Antonio, de fotografía en mi Facultad, inmediatamente corro hacia él y le pido ayuda para poder acomodar la luz y la velocidad de la cámara, ya que las fotografías no me salían. Yo sigo tomando fotografías, pero pierdo la noción del tiempo.
El cielo está oscuro ya, solo quedan unos toques de luz. El Bloque Negro sigue atacando Palacio de Gobierno, muy centradas en las tablas que tratan de proteger los ventanales del edificio. Lo que no creí que pasara, pasó: una luz verde, como rayo se posa amenazante sobre el cuerpo de una chica que se encontraba a un metro de distancia de mí. Estoy segura que nos estaban apuntando con el puntero de un arma, nos estaban amenazando. “¡Es un arma!”, grita alguien; “¡Es un láser de arma, agáchense!”, le responde alguien. Inmediatamente nos quitamos del lugar. El “láser” desapareció al instante. Eso no impidió nada, no paró nada, ellas siguieron con la protesta y yo con las fotografías.
Estamos juntos de nuevo. Alan tiene una botella de Pepto-bismol por si se llega a necesitar en caso de emergencia. Desde ahora, no se despega de mí. Camino a la puerta de Palacio de Gobierno a seguir tomando fotos. Se escucha un disparo de algo, un gas azul; aprieto el obturador al tiempo que un humo azul nos envuelve. Alan y yo nos tomamos de la mano y salimos del ese gas azul al parecer inofensivo que no deja de provocar pánico.
Las chicas se enfurecen aún más. Empiezan a golpear todo lo que se encuentran, lo que está cerca de ellas, frente a ellas; los ventanales son su objetivo. Otras logran hacer una fogata al pie de la puerta principal de Palacio de Gobierno. Tomo distancia de esa escena e intento tomar fotografías. Un par de chicas me encaran, alzan carteles y agarran el lente de mi cámara. En tono fuerte me reclaman: “¡Al Bloque Negro no se le toma fotos!”, “¡No puedes tomar fotos!”. Yo les contestó que “son para uso de la escuela, no te preocupes”. A una de ellas le quito las manos de mi cámara y me retiro con mis amigos.
Hay muchos gritos de una clara emoción. Todo el contingente reunido frente a Palacio de Gobierno grita, celebra, parece que habían logrado algo. Mi ojo se posa en la mirilla de la cámara para tomar fotografías. Algo que sale disparado desde una esquina de la puerta de Palacio, me hace reaccionar: mi cámara se dirige hacia allá y veo un chorro a presión de gas. Aprieto el obturador de la cámara sin importarme si me envolvía gas lacrimógeno o de extintor.
Siento gente correr y chocar conmigo. Bajo la cámara de mi cara y en un instante pierdo la vista; los ojos me arden, me duelen; la garganta me pica y siento que me algo me quema; la tos me gana… me estoy ahogando. Me llevo las manos a los ojos, me quejo a ciegas. Trato de agarrarme de alguien esperando que fuera alguno de mis amigos. “¡Alaaaan, Dafnee!”, grito en medio del caos. Creo que fueron unos 7 u 8 segundos aproximadamente que me quedo sin poder ver. Trato de correr a ciegas. Siento un ardor en el brazo, al parecer me había cortado con algo. Recupero poco a poco la vista. Unas manos en mi espalda me empujan. “¡Corre, vámonos!”. Era Alan quien me aventaba hacia afuera de la nube del gas. Dafnee y yo nos vemos, nos tomamos de las manos. Los 3 corremos al jardín mientras todas, todos los que están ya allí gritan, tosen, se quejan del ardor, lanzan nombres al aire, preguntan sobre personas. Nunca se había visto algo así en Colima, creo yo.
Al estar en la esquina del jardín Libertad, frente a la Catedral basílica menor, Alan nos llama a gritos. Nos urge a ponernos la solución que había preparado con Pepto-bismol y agua. “Esto les va a ayudar, esto sirve, por eso lo hice, por si aventaban gas lacrimógeno”, nos trata de convencer. Como si fuera loción, Alan, antes de que nos sacara del caos, se la había echado en la cara. Por eso nos pudo guiar desde enfrente de Palacio de Gobierno hasta el Libertad. Allí, yo lucho ferozmente conmigo para quitarme el pañuelo porque estaba empapado de gas y me picaba, pero gracias a ese trozo de tela no aspire completamente el gas.
Alan, mi novio, me hecha en la cara la solución una y otra vez. El ardor y dolor que siento en los ojos disminuye. Repite la operación con Dafnee. Coloco la cámara en el suelo y me tallo los ojos. Una señora que se encontraba justo a un lado, en una banca del jardín, se acerca con 2 botellas de agua. Nos pregunta: “¿Están bien? Échensela en el cuerpo, límpiense”. dirijo la mirada hacia la banca, la señora tenía carpetas de agua embotellada para regarles a las chicas, un ángel en medio del caos, le agradezco y le regalo una sonrisa y la señora se retira a regalar más aguas a las chicas que lo necesiten.
“¿Qué te paso? ¿Te hicieron algo? ¿te cortaste”, me pregunta apurado Alan. Sí, tengo un corte en mi mano izquierda. La veo y le explico que me hice la herida con una de las vallas de metal, tenían alambres y eso me araño. En ese momento, la verdad, no me dolía o no le ponía atención, me dolían más los ojos, pero en cuanto me lo dijo, el dolor apareció. Pasé la mano sobre la sangre que tenía, me eché un poco de agua sobre la herida que tenía unos 8 o 9 centímetros de largo y era algo profunda, pero nada grave. Podía continuar sin problema.
Por fin estamos los 3. Nos ponemos a buscar a las y los demás compañeros con los que iniciamos la marcha. En algún momento nos separamos. En el Libertad, lo único que se podía escuchar eran nombres de mujeres a las que también alguien las estaba buscando. “¡Jessica, te busca tu prima!”, escuché. Nosotros no encontramos a nadie. Nos topamos de nuevo al maestro Antonio. Tenía su cara y los ojos enrojecidos por el gas. Nos dimos cuenta que a él también le cayó. Se acercó para preguntarnos muy apurado, sorprendido, preocupado: “¿Están bien? ¿si ven?”. “Estamos bien, Alan nos ayudó”, le contesté. Me percaté que nuestro profesor estaba rodeado de chicos y chicas que entre ellas se apoyaban para lavarse la cara, ahora con leche, otro remedio contra el gas lacrimógeno. Al verme las mejillas y debajo de los ojos muy rojo, me pide enjaguarme con leche y que hiciera gárgaras, que no la tragara, que la escupiera porque también tenía ronca la voz por el lacrimógeno.
Unos 10 minutos después, empezamos a llamar por teléfono a nuestras amigas. Ana nos dijo que estaba ya segura con otras compañeras en el Kiosko cercano que estaba abarrotado de víctimas del gas lacrimógeno. Decidimos caminar hacia la esquina del portal Hidalgo, donde está el bar DMT.
Suena el celular. Timbra una vez, 2 veces y a la tercera nos contesta Esther. “¿Dónde están? Váyanse del jardín, no es seguro”, nos dice muy apurada. Hay gritos por todos lados. La voz de una chica en un megáfono dice al aire: “¡Quítense de las corrientes de aire, salgan del jardín!”. Volteo hacia atrás y veo a cientos de personas que comienzan a correr desde Palacio de Gobierno hacia las diferentes esquinas del Libertad. Otra vez comienza el ardor en los ojos, piel, garganta y nariz. Esther, desde el teléfono nos pide irnos de jardín, “esto ya terminó, yo ya me voy”. Cuelga la llamada.
Inmediatamente coloco el pañuelo sobre mi nariz. Esta vez le doy más vueltas a la tela para que esté más gruesa y no aspire el gas lacrimógeno. Corremos a refugiarnos en la esquina de la tienda Milano. Una chica de camisa color rosa es auxiliada por otras que la bañan de leche y le tallan la cara tratando de quitarle el ardor.
Llantos, se escuchan llantos de adultos y de niños; hay gritos de mujeres; hay rabia con un potente “¡Hay niños, maldita sea!”. Analizo todo mi alrededor, pero el ardor en los ojos no me deja apreciar nada. Le pido a Alan que me moje la cara con la solución de Pepto-bismol y agua. Al abrir los ojos percibo a lo lejos a un grupo de chicas que son blanco de lanzamiento de gas lacrimógeno. Están en la esquina del jardín. “¿Más gas? ¿no es suficiente? ¡Malditos!”, es lo que grito. Alan corre a ayudar a un par de chicas que se vacían agua en la cara. Yo me encuentro ensordecida, yo solo me quiero ir a casa. Es en lo único que pienso. Tengo miedo y me siento mal. A lo lejos se escuchan detonaciones, son fuertes, como si fueran bombas. Por todo lo que tenía en ese momento no sabía qué era, solo se escuchó como si algo hubiera detonado.
“¡Alan, vámonos!”, le grito con el terror metido en el cuerpo. Mi novio corre hacia mí, me toma de la mano, me jala mientras corremos por la calle Venustiano Carranza. Queríamos alejarnos. Dafnee y otra amiga se nos adelantaron. A lo lejos nos gritaron: “¡Ya nos vamos! Nos hablamos cuando estemos en nuestras casas. ¡Cuídense!”. Al alejarnos me detengo un poco para auto revisarme. Me ardía todo: los brazos, la garganta y la cara completa, en especial los párpados.
Mi mirada
Me siento ya fuera de peligro. Llamo a mis padres. A la primera, no contestan; a la segunda entra la llamada. “¿Dónde están? Ya me quiero ir”, lanzo. “Estamos frente al Museo Regional de Historia. ¿Dónde estás tú?”, me pregunta mi madre. Por un instante me quedo en silencio pensando si ellos estarían bien. No creo -o si- que se imaginen lo que he vivido detrás de mi cámara, mi perspectiva, mi mirada de ese tan especial 8M colimense de 2024.
Ellos, como yo, también estaban informando para su medio de comunicación periodicosenda.com. Reportando la marcha del 8 de marzo. “Anahí, ¿dónde estás?”, me pregunta. ¡Ah! Cierto, estaba hablando. “Ahorita los veo allí. Estoy en la esquina de la tienda La Marina”. Mi madre me responde: “No, mejor te veo enfrente del DMT”. Cuelga la llamada.
Alan me toma de la mano y caminamos de regreso al jardín Libertad. Al llegar a la esquina más cercana, percibo que lo único que se escucha son las sirenas de patrullas de la Policía Estatal o de la Guardia Nacional. Las sirenas, a todo lo que dan. Frente a ese símbolo de represión en Colima, hay un canto al unísono: “¡Fuimos todas, fuimos todas!”, “¡La Policía no me cuida, me cuidan mis amigas!”.
Me encuentro con mi madre. Al instante, le pregunto: “¿Estás bien?, ¿te cayó gas?”. Ella se ríe y me responde: “Si, pero estoy bien. No me cayó mucho. A tu papá no le cayó nada, el aire le ayudo”. Con Alan río hasta que se vuelve a escuchar desorden en la otra la esquina del jardín. Al parecer, las patrullas quisieron asustar a las chicas, queriéndolas intimidar, comenzaron a avanzar. Los gritos no paraban, todas decían algo diferente, no se les entendía nada.
“Tu papá esta por ese lado grabando”, dice mi mamá. Corro a buscarlo para ver si está bien. Alan sale corriendo detrás de mí, mi madre también. Al llegar a la esquina le busco. Por fin, le encuentro tranquilo, como analizando toda la situación. Por sus gestos, estoy segura que tampoco entendía lo que pasó, lo que estaba pasando. Al vernos nos lanzamos las preguntas: “¿Estás bien? Te cayó gas, verdad,”. Su tono fue burlón, queriendo bajarle intensidad a lo sucedido. Yo solo respondo con un “si, y mucho”.
De nuevo comienzo a contarle: “Estaba frente a Palacio de Gobierno, con la cámara en la cara. De repente veo un humo blanco saliendo de la esquina de la puerta, aprieto el obturador de la cámara y cuando bajo la cámara siento los ojos arder. Era gas lacrimógeno…”. Lo escenifico y me doy cuenta que tengo mi mirada sobre la mirilla de mi cámara, como al inicio de esta crónica…
*Alumna de 4o Semestre de la Licenciatura en Periodismo de la Facultad de Letras y Comunicación de la Universidad de Colima.