Un Comentario
Por Jorge Vega
En aquellos años, finales de 1984, no pensaba que podía dedicarme al periodismo, a escribir columnas. Era un estudiante de primer semestre que sólo pensaba en leer y escribir, un día, novelas, cuentos y tal vez poemas.
Llegué al viejo galerón del periódico El Comentario, el de la calle Gildardo Gómez 66, para suplir en la corrección a uno de los trabajadores.
El trabajo iniciaba por la tarde y concluía de madrugada, a veces hasta las 2 o 3, por eso mi amigo Javier Aguilar, quien ya trabajaba de corrector, me dio asilo durante unas semanas en su departamento, por la misma calle y a unos pasos del periódico.
La redacción estaba al fondo del edificio. Olía a cigarro, mucho humo de cigarro y a café. Por momentos subía el olor a tinta, papel y químicos de la rotativa.
Cuando llegaban los reporteros, a eso de las 6, 6 y media de la tarde, la actividad en la sala de redacción era frenética. Las máquinas Olympia arrastraban su rodillo bajo el asedio feroz de las teclas. Unos llamaban por teléfono para corroborar algún dato y a otros más los llamaba la esposa para saber si estaban allí o en otra parte.
Hoy, de todos los que allí estaban quedan muy pocos en activo. La mayoría se han jubilado y otros más se fueron muriendo o cambiando de oficio. En esos años, la gran mayoría de reporteros se había formado en la práctica. Eran empíricos y no querían a los que nos estábamos formando en la entonces Escuela de Letras y Comunicación.
A eso de la media noche, mientras esperaba las cabezas de las notas para revisarlas, me ponía a escribir en hojas de papel revolución o en los sobrantes del télex, textos que nunca salieron a la luz porque eran bastante malos. Aún no conectaba el corazón con la cabeza, sólo por instantes. Pero escribía. Me gustaba el sonido de las teclas sobre el rodillo, el golpe dulce de la campana cuando termina el renglón.
Corregía en galeras; no había, como hoy, la ventaja de una computadora o de un corrector ortográfico, ni siquiera la posibilidad de consultar un término o un concepto en la internet o algo parecido. Por eso los errores eran frecuentes, más si uno corregía las cabezas antes de que las agrandaran en el taller de fotomecánica a las 2 de la mañana.
Mi error más memorable fue la palabra presidencial, en la de 8 columnas. Se fue con las letras ese y ce invertidas. Hay un punto, y eso lo saben bien los correctores y las correctoras, en que ya no es posible detectar errores. Lo que siguió fue un regaño de Don Víctor de Santiago, pero ya no era posible deshacer esos errores, como ahora en las páginas web.
Hoy, que el periódico está por cumplir 50 años, me acordé de esos años en los que comenzó a gustarme la vida nocturna, escuchar a los que sabían de la vida, de la política, de los secretos oscuros del gobernador y de tugurios de moda, y en los que comencé a darle vueltas a este asunto de escribir para un periódico, a este oficio de la escritura que ahora me limpia y aligera el alma.
Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.