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COLUMNA: Tejabán

Por Redacción Sep9,2024

El acordeón

Por Carlos Ramírez Vuelvas

Desde hace varios días mi mente es un acordeón. Casi literal: tengo el sonido del acordeón en la cabeza. Seguro también le ha sucedido a usted, lectora, lector, que una de esas melodías (no es necesario que sea con acordeón) se pega al cerebro y termina por acompañarle todo el tiempo.

Cuando se da un baño por la mañana, o cuando toma el camión, o en esos momentos plácidos cuando sólo la noche puede brindar el arrullo del silencio, bulle esa canción que había pedido a todos los santos le quitara de la cabeza.

Aún antes de que sólo el sonido del acordeón resonara en mí, yo había pensado en aprender a tocar ese instrumento musical. Me parece una proeza similar a derrotar a Kasparov en una partida de ajedrez, mientras sostienes una conversación sobre relaciones internacionales con Michelle Obama.

Mi absurdo me llevó a observar tutoriales para aprender a tocar el acordeón. A partir de entonces fue imposible quitarme las melodías de la cabeza, y así fue como me enteré de su trayectoria en México, aunque cada comentarista tiene una versión distinta. En lo personal, me gustó el relato que dice que una serie de migrantes checos llevaron el acordeón a Sinaloa, y de ahí se propagó por la Costa del Pacífico. Fue y vino el acordeón de Michoacán a California, hasta perderse en la imaginación nacional.

Después de esas cavilaciones me propuse una juiciosa reflexión sobre las diferentes clases de acordeón que suenan en nuestro mundo. Afuera de la buhardilla había bastante ajetreo, así es que tuve que concentrarme con ahínco para concluir que en Latinoamérica existen al menos tres variantes de acordeón.

Escuche usted y verá que no es lo mismo el acordeón de Argentina, el de Colombia o el de México, aunque he escuchado a un músico en La Cagüila, Tijuana, que se llama DJ Chucuchú, que puede hacer mezclas espeluznantes. Muy divertidas.

El primer acordeón del que voy a tomar nota, es el acordeón argentino. No es que no me agrade, que a mí toda la música me entusiasma, y no veo nada malo en deleitarse con tangos, pero me parece que el instrumento es opacado por la danza, los llantos y los gritos. Los sonidos del acordeón suenan asustados, discretos, tímidos.

El segundo acordeón es el de la bachata colombiana. Cercano a la cumbia, la salsa y el wawancó, el acordeón de Celso Piña, digamos, es muy recomendable en esas fiestas donde lo menos importante es el estilo y luce más bullanguería, el yupijahuaychintolo y la bebida a costo del amigo que se empecina a bailar como Clavillazo.

Alegre, sí, como los colombianos, este acordeón es bailable sin el dulzor crepuscular del tango. Se baila por puro gusto y no por hacerle al teatro. Pero este acordeón se va al otro extremo: es una caricatura del acordeón, tan nimio, tan nimio, que a la larga es lánguido como la carrera musical de Carlos Vives.

Usted, lectora, lector, debe ser persona sensata que no limitaría el acordeón a suspiro tanguero, ni a ronda infantil con pinta de fiesta de quince años. Usted, como yo, debe ser ecuánime y preferir las variantes del acordeón que faculta a la música norteña como la idónea para este instrumento. De México, claro, que no conozco otro tipo de música norteña.

Usted, como yo, lectora, lector, ha de respetar las melodías de Ramón Ayala y de Los Invasores el Norte, de Los Tigres del Norte y de Julián y José, porque le recuerdan amorosamente a algún miembro alegre de su familia, a esas tardes fantásticas cuando, después de los mariscos, varias copas más tarde, ahí en Pascuales o en El Real, llegaba el ameno grupo de acordeón, tololoche y voz rasposa, para interpretarle con ahínco y buen sazón, una bonita melodía como Un puño de tierra, Piquito de oro, Ni parientes somos, Qué diablos me pasa a mí, y otras tantas que, gloria del mexicano, forman parte singular de nuestra verdadera patria sentimental, tan flexible como un acordeón que canta Cielo azul, cielo nublado.   

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