“El guardián de las monarcas; Homero Gómez González”
Por Jorge Vargas
Hace días vi ese documental que llevaba tiempo postergando. Sabía que iba a doler, como duele el roce de las alas de un insecto mínimo contra la conciencia, contra el alma que a veces uno cree tener hecha de una materia parecida al polvo que queda sobre los libros. “El guardián de las monarcas; Homero Gómez González”, el guardián de las mariposas, ese milagro diminuto que viaja miles de kilómetros para morir en un bosque donde sus antepasados ya han muerto.
Recordé a T. aquel amigo húngaro que conocí en Aiglun, una comuna francesa, en la región de Provenza-Alpes-Costa Azul. Era verano y yo asistí como invitado a un encuentro de poetas. T. amaba las mariposas con una ternura que me parecía de otro mundo. Una tarde de ese verano me mostró una foto de Homero, esa en la que está de pie, con los brazos extendidos, convertido en árbol, en altar cubierto de mariposas como si cada una de ellas fuera un verso que necesitaba reposar sobre la carne de un poeta. T. dijo que esa foto era un poema. Lo creí. Porque era cierto, porque de algún modo contenía algo de esa sustancia imposible que hace a un poema; la gracia, el peligro, la belleza. Tiempo después nos enteramos de su asesinato. Ambos lloramos, sin siquiera conocerlo. Era fácil quererlo, querer a alguien que se convertía en árbol para que lo cubrieran las mariposas. Era fácil ver en él la ternura del Mundo, la frágil y terrible ternura de lo vivo.
Hoy vi el documental y sentí el vacío de la especie a la que pertenezco. Sentí vergüenza de ser humano, de caminar por el Mundo con esta costumbre de arrasarlo todo. Me pregunto cómo es posible que haya quienes no se maravillan ante la migración de las mariposas. Ante su terca y frágil danza por sobrevivir, por perpetuar el ciclo de algo que no les pertenece solo a ellas, sino también a nosotros, que respiramos el mismo aire, que en el fondo tenemos la misma precariedad de alas. Pero más me asombra que no solo no cuidemos esas pequeñas maravillas, sino que tampoco cuidemos a quienes las protegen. Matar a un hombre que cuida un bosque es una forma de cavar un hoyo dentro de la tierra, pero también dentro del alma humana. Es, lo pienso con tristeza, un signo de lo que estamos haciendo con todo; cavar un hoyo donde enterrar nuestras propias preguntas, nuestras propias maravillas.
A veces pienso que hemos olvidado cómo mirar. O que mirar ya no basta. Que la especie humana lleva demasiado tiempo rompiendo cosas, construyendo sus templos sobre la destrucción de todo lo que la sostiene. Quisiera pensar que no, que hay algún resquicio, algún hueco de luz en este derrumbe. Pero al ver esas alas anaranjadas brillar en la pantalla, al escuchar el eco de los disparos que mataron a Homero, siento que lo que muere no es solo la mariposa, ni el hombre; muere algo en nosotros que era digno, delicado, tal vez incluso sagrado.
Alguna vez leí que las nubes son un descanso para el espíritu, que basta mirarlas para olvidar la futilidad de todo. Yo he pasado horas mirando las nubes como se mira el rostro de alguien amado. Y he sentido lo mismo que cuando vi por primera vez esa foto de Homero. Un susurro de eternidad en la fugacidad de algo que apenas roza el Mundo. Pero ahora, incluso ese descanso parece ajeno, frágil, vulnerable. Todo está amenazado. Todo está a punto de perderse. No comprendo a los que no sienten nada. A los que no tiemblan ante el paso de una bandada de aves, ante la inmensidad del mar, ante el manto de las alas que cubre un tronco. No comprendo, ni quiero comprender.
Tal vez la sensibilidad sea un don o una condena. Tal vez sea la única forma de resistir, de mantener vivo un poco de humanidad. Aunque duela, aunque sea parte del paisaje. Pienso que en cada poema que he escrito hay un rastro de esa imposibilidad de aceptar el fin. De aceptar que las mariposas pueden desaparecer, que los bosques pueden caer, que los hombres y mujeres que los cuidan pueden morir. Que la belleza puede ser asesinada en cualquier momento. Que el milagro puede ser provisional.
Y así vamos, como especie, cavando el hoyo, olvidando el canto de los grillos, el brillo de las luciérnagas, la respiración de los bosques. Construyendo imperios de humo, de metal, de cifras que nos dejan cada vez más solos. Y, sin embargo, basta un documental, una foto de Homero Gómez González con las mariposas, para que esa maravilla regrese, para que duelan los ojos de tanto ver, de tanto no poder salvar nada.
Quisiera tener la paciencia de una mariposa. Quisiera volar miles de kilómetros solo para morir en un bosque donde los míos también murieron. Quisiera hacer de mi cuerpo un árbol, un lugar donde descansen otras alas. Pero soy solo un hombre, un espectador. Pero tal vez lo único que hago es levantar un pequeño murmullo contra la destrucción. Un murmullo que también será barrido por el viento.
Gracias, Homero Gómez. Por convertir tu cuerpo en rama, por recibir las mariposas, por defenderlas con tu voz, con tu vida. Te he visto rodeado de ellas y puedo imaginar el gozo que sentías. Entiendo la urgencia de cuidarlas. Y también entiendo el miedo, la soledad, el terror. Tu vida por defender algo que parece insignificante, pero que en realidad era el corazón del Mundo. Y aunque yo solo pueda escribir palabras, palabras cansadas, palabras que también morirán, las escribo pensando en ti, en Samir Flores, en Fabián y Maggi y en tantas otras y otros que han sabido custodiar tantas cosas tan nobles. No los olvido. No te olvido. Nadie debería olvidarte. Gracias por enseñarnos, incluso en la muerte, a seguir mirando el paso frágil de las mariposas.
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