Dom. Dic 7th, 2025

COLUMNA: La espiral de Elliot

Por Redacción Sep23,2025 #Opinión

El poder de la ecuación

Por Juan Carlos Recinos

La educación es, quizá, el último territorio donde el ser humano aún puede disputar su porvenir. No es un simple instrumento técnico ni un adorno cultural: es el nervio que sostiene las posibilidades de la libertad y de la servidumbre. Allí donde se educa, se decide qué clase de sociedad se forja: una que emancipe o una que domestique, una que enseñe a pensar o una que entrene a obedecer.

El discurso complaciente ha convertido a la educación en una mercancía envuelta en promesas huecas. Se habla de calidad, de competitividad, de modernización; sin embargo, bajo esas máscaras se esconde un sistema diseñado no para liberar, sino para moldear cuerpos dóciles, mentes sumisas, ciudadanos reducidos al engranaje del consumo.

La educación ha dejado de ser un ejercicio de pensamiento crítico para convertirse en un laboratorio de conformismo. En Finlandia, la educación ha sido concebida históricamente como un espacio para pensar, no para obedecer. Sus escuelas promueven la creatividad, la colaboración y la reflexión ética desde la infancia. Contrástese con ciertos sistemas donde los exámenes estandarizados y la memorización definen el éxito: allí, aprender es adaptarse, no cuestionar.

Los niños crecen aceptando que el mundo tiene reglas fijas, que su papel es cumplirlas, y que la obediencia es virtud. La misma tecnología que promete eficiencia y modernidad se convierte en instrumento de vigilancia y de homogeneización del pensamiento: algoritmos que predicen gustos, plataformas que premian la repetición y castigan la curiosidad. Así, el aula deja de ser un laboratorio de imaginación y se transforma en fábrica de conformidad.

Y, sin embargo, pese a su manipulación, la educación conserva un poder inigualable: el de cuestionar el mundo que nos rodea. Su fuerza no radica en transmitir contenidos muertos, sino en encender en cada individuo la capacidad de mirar más allá del espejismo, de interrogar a la realidad y descubrir sus fisuras.

Allí está su potencia: en enseñar a desconfiar de las verdades oficiales, a sospechar de los dogmas disfrazados de progreso, a resistir a la maquinaria que convierte al hombre en un producto desechable. La educación, en su sentido más radical, es un acto de creación y resistencia. No se trata solo de rebelión contra el adoctrinamiento, sino de fomentar la capacidad de imaginar futuros distintos, de inventar alternativas cuando el presente parece cerrado.

Es sembrar preguntas sin respuestas, preparar a quienes acepten la incertidumbre y aprendan a navegarla con juicio propio. Educar es apostar por la incomodidad: abrir preguntas que no tienen respuesta fácil, sostener la duda cuando el poder exige certezas, cultivar la memoria cuando todo invita al olvido. El verdadero valor de la educación no se mide en disciplina ni en conformidad, sino en la capacidad de inventar futuros que todavía no existen.

Hoy más que nunca necesitamos una educación que enfrente las sombras del presente: la manipulación digital, la alienación del consumo, la banalización del conocimiento, la sumisión ante el espectáculo tecnológico. No una educación que celebre acríticamente los avances de la ciencia o del capital, sino una que se atreva a preguntar: ¿para qué? ¿a favor de quién? ¿a costa de qué?

Mientras la educación siga siendo un espacio de resistencia, aún habrá esperanza. Porque educar no es transmitir un pasado muerto, sino sembrar la semilla de un futuro distinto. Y ese futuro, en manos de una educación libre, crítica y despiadadamente lúcida, puede ser todo, menos indiferente. La educación es, al mismo tiempo, la llave de la emancipación y la cadena más sutil de la dominación. Todo depende de cómo se construya y a qué intereses sirva.

Los sistemas educativos modernos repiten con insistencia el discurso de la inclusión y de la igualdad de oportunidades, pero tras esa retórica se oculta una maquinaria que reproduce desigualdades con precisión matemática. En muchos países latinoamericanos, por ejemplo, los estudiantes de escuelas privadas acceden a laboratorios, idiomas y programas de liderazgo, mientras que los alumnos de escuelas públicas reciben programas estandarizados, centrados en sobrevivir en el mercado laboral, sin herramientas para cuestionar o transformar su realidad.

El poder de la educación se mide en su capacidad de moldear lo posible. Cuando enseña que no hay alternativas, que el futuro está escrito, que el único camino es adaptarse al mercado y a las nuevas tecnologías, entonces abdica de su misión histórica y se convierte en propaganda del statu quo. Forma consumidores, no pensadores; empleados, no creadores. Pero si se atreve a abrir grietas en esa aparente inevitabilidad, si siembra sospecha y cuestionamiento, se vuelve revolucionaria. No porque incite a la violencia, sino porque desafía la pasividad, obliga a mirarse en el espejo de la sociedad y de uno mismo.

La educación que necesitamos no puede conformarse con enseñar a hacer, sino que debe enseñar a ser. Ese “ser” no es un ideal abstracto, sino un compromiso con la libertad y con la responsabilidad. La educación auténtica cultiva empatía, ética y juicio propio, formando voces capaces de disentir y de imaginar más allá de lo que parece posible. Cada aula alberga un potencial silencioso: puede iluminar la ética o perpetuar la indiferencia; no es neutral, es una elección constante.

La educación contemporánea ha sido secuestrada por quienes juran defenderla. Se presenta como promesa de libertad, pero en realidad funciona como dispositivo de control. Bajo sus discursos de progreso y sus templos de modernización, se prepara a los seres humanos para aceptar un destino prefabricado: trabajar, consumir, callar y obedecer.

El aula no debe ser un lugar donde se aprenda la jerarquía, el miedo al error o la aceptación del orden. ¿De qué sirve enseñar ciencia si no se cuestionan sus usos? ¿De qué sirve la tecnología si no se interroga a sus creadores? La educación que no incomoda es un espectáculo vacío. La educación que necesitamos enseña a decir “no”, recuerda que el futuro puede elegirse y que los destinos impuestos son construcciones que se pueden derrumbar. No acaricia conciencias: las sacude, las hiere, las despierta.

Nunca antes la educación tuvo tanto conocimiento y estrategias a su disposición.  En Estados Unidos, el uso de plataformas educativas automatizadas promete personalización, pero en muchos casos reduce la enseñanza a ejercicios repetitivos, algoritmos que premian la respuesta correcta y castigan la curiosidad, mientras el estudiante se convierte en un receptor pasivo de información preconfigurada. Y nunca antes estuvo tan amenazada de perder sentido.

La proliferación de pantallas, algoritmos y dispositivos no nos ha hecho más libres: nos ha vuelto más dependientes, distraídos, dóciles. La educación, en vez de interrogar estas herramientas, se limita a celebrarlas. Ese es el fraude mayor: hacernos creer que no hay alternativas, que el camino es la obediencia y la eficiencia.

Si la educación ha de tener poder verdadero, debe romper con esa farsa, recuperar su capacidad de resistencia frente a la idolatría. Debe recordarnos que ningún futuro está escrito, que toda promesa de inevitabilidad es un acto de violencia contra la imaginación humana. Depende de si aún somos capaces de educar para la libertad y no para la servidumbre, de si nos atrevemos a formar seres humanos que duden, se indignen y se nieguen a aceptar lo inaceptable.

Si falla, la civilización entera se precipitará en sumisión: sociedades que producen sin pensar, consumen sin comprender, viven sin decidir. La educación no necesita discursos tibios ni celebraciones huecas. Necesita desenmascarar la mentira que la corroe: que todo está bien, que la modernidad lo justifica todo. No toda innovación es bondad, no toda idea es libertad. Una estrategia educativa que no se atreve a pensar ya no educa: adoctrina.

El poder de la educación es una advertencia. Hoy estamos al borde de elegir mal. No basta con defenderla: hay que arrancarla de quienes la prostituyen al servicio del capital y del poder. Solo así volverá a ser lo que siempre debió ser: un espacio de libertad.

La educación no es neutra ni gratuita: es fuerza, riesgo y decisión. Puede encender la chispa de la emancipación o sellar la condena del conformismo. Depende de nosotros elegir, cada maestro, cada estudiante, cada sociedad. Educar para la libertad es plantar semillas que desafían la oscuridad; educar para la servidumbre es cavar la tumba del pensamiento. Hoy, más que nunca, la elección está en nuestras manos: hacer de la educación un acto de creación y resistencia, o resignarnos a un mundo donde lo aprendido se convierte en cadenas invisibles. Que la humanidad recuerde la educación como la luz que nos despertó, y no como la jaula que nos domesticó (esa será la condena definitiva: un mundo educado para no pensar jamás).

Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

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