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COLUMNA: La espiral de Elliot

Por Redacción Oct28,2025 #Opinión

La escuela pública y la escuela privada: Las perversidades del sistema educativo

Por Juan Carlos Recinos

Durante décadas, el discurso oficial mexicano ha insistido en una promesa luminosa: la educación como el vehículo fundamental de la movilidad social, la escalera para quien nace en desventaja y aspira al ascenso. En México, esa escalera está intrínsecamente rota. Desde su base, se distingue el brillo desigual de las maderas: unas son de oro pulido y resguardado, otras de cemento agrietado y olvidado.

A un lado, se encuentran las escuelas públicas, masificadas, empobrecidas, donde la esperanza se confunde con la resignación. Al otro, operan las privadas, costosas, exclusivas, donde el privilegio se disfraza con la retórica del mérito. Entre ambas, yace un país fracturado que sigue creyendo que educar es, ante todo, competir.

La diferencia entre la escuela pública y la privada no es meramente administrativa ni económica; es, en su esencia, moral, simbólica y profundamente política. Refleja una violencia estructural que atraviesa la historia mexicana y que el Estado, lejos de corregir, ha terminado por perpetuar. En el fondo, ambas instituciones sirven a un mismo orden: uno que naturaliza la desigualdad, que convierte la educación de un derecho inalienable en un mero filtro selectivo.

Como argumentó Pablo Latapí (2009), la educación mexicana sigue siendo un “proyecto ético inconcluso”, pues no ha sabido responder a la pregunta fundamental de su propósito. Si la escuela pública enseña primordialmente a obedecer y la privada a mandar, entonces la educación no emancipa: domestica. Y ese es, precisamente, su rostro más perverso.

La historia educativa de México se construyó sobre cimientos coloniales de exclusión. Desde los primeros colegios novohispanos, la enseñanza fue patrimonio de castas y varones, dejando fuera de toda alfabetización posible a los pueblos originarios, las mujeres y los sectores más pobres. La educación fue, históricamente, instrumento del poder y no su cuestionamiento: se enseñaba a rezar, a obedecer y a callar.

El siglo XIX, a pesar de su retórica liberal sobre la educación laica y gratuita, no logró romper con esta herencia, sino que reprodujo una distinción de clase entre quienes debían aprender para servir y quienes lo hacían para gobernar. Más tarde, con el proyecto posrevolucionario del siglo XX, la escuela pública se volvió un símbolo nacional, pero también un mecanismo de control social. Los gobiernos entendieron que integrar significaba disciplinar.

Durante ese tiempo, la escuela privada sobrevivió como el refugio inexpugnable de las élites. Mientras los hijos de la clase política y empresarial se formaban en colegios religiosos o bilingües, los hijos de campesinos y obreros abarrotaban aulas rurales precarias. La doble moral quedó institucionalizada: el Estado presumía su compromiso con la educación pública mientras confiaba la formación de sus propios herederos al ámbito privado. Se consolidó así el mito nacional de la igualdad educativa, una ficción política que, como señala Díaz Barriga (2019), revela que el sistema no nació para democratizar el conocimiento, “sino para administrar el acceso a él”. La fractura, por tanto, no es contemporánea: es histórica y funcional a la élite.

Con la adopción del modelo neoliberal a partir de los años noventa, la educación mexicana fue convertida en una empresa. El Estado se ha posicionado como un administrador desigual del derecho a la educación, construyendo una burocracia que legitima la precariedad en nombre de la “calidad”. Invierte más en medir que en enseñar, más en reformar leyes que en reparar infraestructuras esenciales.

Los programas de evaluación estandarizada —Enlace, Planea, Pisa— se impusieron como credos modernos con una retórica seductora de objetividad y transparencia. Sin embargo, su función real, advierte Díaz Barriga, es “mantener bajo control un sistema que no se evalúa para aprender, sino para obedecer”. La escuela pública se ha convertido en un campo de experimentación constante de reformas inacabadas. Los maestros, sometidos a auditorías y exámenes estandarizados, son juzgados por parámetros diseñados en despachos distantes, convirtiéndose en operadores de políticas y chivos expiatorios del fracaso estructural. La perversidad reside en su lógica moral: se premia al adaptado y se castiga al que cuestiona.

Mientras tanto, la escuela privada florece al amparo del mismo Estado que descuida la pública. Recibe exenciones fiscales, apoyos indirectos y reconocimiento oficial sin fiscalización efectiva. Esto constituye una forma de privatización encubierta, donde el dinero público financia la ilusión privada del éxito. La escuela privada no promete justicia, sino distinción, y el Estado, en su pasividad, se convierte en su cómplice más eficaz. Como lo formula Andere (2010): “México no tiene un sistema educativo, sino un mercado de servicios educativos desiguales”.

La retórica del mérito, tan recurrente en las políticas públicas, es quizás el mecanismo ideológico más eficaz y perverso. Se le dice al estudiante pobre que puede alcanzar los mismos resultados que el rico, siempre que se esfuerce. Pero se omite la realidad de la desigualdad radical: uno estudia con hambre y el otro con tutorías; uno llega caminando kilómetros y el otro en camioneta con chofer. Bajo una fachada de neutralidad, la escuela mexicana culpabiliza a la pobreza. El fracaso se confiesa en silencio y el éxito se celebra en boletines.

Paulo Freire (1970) advertía que toda educación que no libera, oprime. En México, la educación se ha vuelto un instrumento de opresión elegante, revestido de tecnocracia. El Estado ha permitido que la pedagogía del mercado sustituya a la pedagogía de la justicia, transformando el conocimiento de derecho en propiedad. Las escuelas privadas son hoy mucho más que instituciones educativas: son marcas de distinción. No se elige un colegio por su proyecto pedagógico, sino por el escudo bordado en el uniforme, por el acento del inglés y por el linaje de los compañeros. Cada cuota es un certificado de pertenencia. El sistema escolar no corrige las desigualdades sociales, las legitima. Transforma el privilegio económico en mérito académico.

El discurso meritocrático es poderoso porque induce la culpa. El joven que no accede a la universidad pública siente vergüenza, no indignación. La familia que no puede pagar una preparatoria privada asume su destino como un error propio, no como una consecuencia estructural. El mérito, en este sentido, es la versión moderna de la penitencia: exige sacrificio a cambio de un perdón que casi nunca llega. El estudiante de escuela pública que logra destacar es exhibido como una excepción heroica, cuya historia, más que validar el sistema, revela su fracaso colectivo. Esta pedagogía del castigo ha penetrado tan profundamente que incluso las víctimas repiten la narrativa.

La perversidad no radica solo en la diferencia de recursos, sino en la construcción simbólica: la escuela pública se asocia con el atraso y la precariedad; la privada, con el éxito y la promesa. Esta representación penetra en el imaginario nacional con una fuerza devastadora: ser público es ser deficiente, ser privado es ser superior. El niño de la escuela pública aprende la humildad del que debe agradecer; el de la privada, la seguridad del que da por hecho.

No obstante, la escuela pública mexicana es, al mismo tiempo, ruina y refugio. En sus pasillos se revela la crudeza de la desigualdad y, paradójicamente, se conserva la posibilidad de una justicia futura. En los márgenes del país, sobreviven maestros que sostienen el sistema con su vocación, no con su salario. En el polvo de los pueblos, la educación todavía tiene rostro humano.

La educación pública mexicana “sobrevive por inercia, no por diseño”. Pero esa inercia es también una forma de resistencia. Pese al deterioro, hay en esas escuelas una esperanza que no se extingue: la de que aprender puede ser todavía una forma de libertad. La solidaridad, la empatía y la conciencia crítica son la riqueza moral invisible que convive con el deterioro material. Se aprende que el conocimiento no siempre da poder, pero sí da voz. Y esa voz, nacida entre pupitres rotos, no pide privilegios: exige justicia.

La educación es un acto político. Despolitizar la desigualdad y convertir la injusticia en destino personal es el objetivo del mérito. Romper ese mito implica reconocer que no hay mérito posible en un sistema que no parte del mismo punto. Después de tanto desencanto, la pregunta es: ¿es posible una educación distinta en México?

No se trata de una reforma más, sino de una revolución ética, un cambio en la mirada sobre lo que significa enseñar y aprender, pues lo que está en juego no es solo la calidad del sistema, sino la dignidad del país. Educar debe ser un acto público de justicia. No se trata de fabricar empleados, sino ciudadanos; no de entrenar para el mercado, sino de despertar conciencias. Recuperar la escuela pública es una cuestión de sentido y de aplicar una pedagogía de la justicia, capaz de enseñar que el conocimiento es herencia colectiva.

Esto significa repolitizar la escuela, devolverle su poder crítico. Significa entender que la educación no debe preparar para la competencia, sino para la convivencia; no para escalar posiciones, sino para construir comunidad. Porque el conocimiento, sin ética, es un instrumento del poder; pero con ética, se convierte en herramienta de emancipación. Y esa es la tarea pendiente del sistema educativo mexicano: transitar de la pedagogía del éxito a la pedagogía del encuentro.

Para transformar la educación mexicana y corregir la desigualdad estructural entre escuelas públicas y privadas, se requiere un conjunto de acciones concretas. Es imprescindible garantizar infraestructura digna y materiales actualizados, asegurar alimentación y transporte escolar, y dotar de tecnología básica a cada aula. Los docentes deben recibir formación continua, acompañamiento pedagógico y una reducción de la carga administrativa que les permita centrarse en la enseñanza. El currículo debe fomentar pensamiento crítico, ciudadanía y justicia social, adaptándose al contexto local, mientras que las evaluaciones formativas midan competencias y no solo cumplimiento de estándares rígidos.

Para garantizar inclusión, se necesitan becas integrales, programas de integración social y campañas que valoren la escuela pública, desmontando la percepción de inferioridad. Asimismo, es fundamental promover la participación de padres, estudiantes y maestros en la gobernanza escolar, garantizar transparencia en el gasto educativo y diseñar políticas públicas centradas en justicia y equidad. Finalmente, la innovación y la cooperación —a través de alianzas responsables, laboratorios pedagógicos y redes de aprendizaje entre escuelas— pueden fortalecer la práctica docente y construir un sistema educativo más justo, crítico y solidario.

Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

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