Por Maestra Ruth Holtz*
La mayor parte del tiempo podemos funcionar sin realmente pensar. Pensar es propio de personas más desarrolladas emocionalmente. Pensar es aquella actividad que nos permite discernir una situación o sensación, hacerla nuestra, integrarla a nuestra experiencia de vida y, en última instancia, generar una verdad respecto a nuestra realidad. Pensar es experimentar algo, poder nombrarlo, captar su sentido, sentir su satisfacción y, así, descubrir la verdad que nos revela. Pensar es poder tolerar que las cosas no siempre son como queremos; es ser capaces de esperar y comprender cuando no se cumplen nuestras expectativas, y recibir con gratitud lo que se nos presenta cuando finalmente ocurre.
No pensar es vociferar, quejarse de lo que se siente o experimenta, culpar y arrojar a los demás todo aquello que nos resulta difícil de tolerar. Es vivirlo como algo que nos lastima, que es malo e inadmisible. No pensar es proyectar en el otro lo que me lastima, convirtiéndolo en el monstruo que lo produce. Es creer que manejo las cosas porque doy explicaciones dogmáticas de lo que son, para evitar profundizar en la verdad, e imponer que se haga mi voluntad o, al menos, evitar el dolor.
En esta época nos sobran respuestas, pensamientos, teorías e información, sobre todo, pero no calman, confunden. No revelan la verdad, sino que se vuelven un material que “hay que pensar” para evaluar su aplicación o para adoptarlas como ideas para vivir, para etiquetar lo que no podemos controlar, para evadir el dolor.
Pensar es procesar una experiencia emocional, llegar al fondo de lo que ha revelado sobre lo que es nuestra realidad y sobre lo que somos. Es nombrar, explicar y también tolerar la incertidumbre de lo que no se puede entender, las limitaciones para enfrentar la realidad.
Poder tener la capacidad de pensar todas las sensaciones, percepciones, informaciones y pensamientos que recibimos, experimentamos y vivimos es posible si somos capaces de abrazar todo ello y darle un significado, un nombre, un camino de liberación, hasta tal vez descubrir lo que somos a través de esa experiencia. Pensar es aprender de la experiencia. No sólo padecerla, sino sacarle provecho para manejarla, soportarla, transformarla y crearnos a nosotros mismos.
Pensar es comprender, no solo repetir. Permite el diálogo, no el simple desahogo de quejas o juicios que se proyectan en otros. Es poder dar cuenta del sentido y significado que nos permitan manejar nuestra vida, saber quiénes somos y caminar hacia la verdad, aceptando la realidad en vez de huir de ella o destruirla con juicios o etiquetas.
Pensar nos libera de la ansiedad de los pensamientos que nos persiguen. Esa ansiedad desaparece porque ya no huimos de la verdad, sino que la acogemos. Pensar lo enseña la madre cuando ayuda al bebé que no sabe del hambre y del dolor y solo padece. Entonces, el crío llora, vomita, arroja todo fuera. La madre lo abraza, lo conforta, le enseña cómo parar el hambre, la nombra, cómo aliviar el dolor, le da consuelo. Metaboliza. Después, nuestra mente debe hacer lo mismo: ayudarnos a abrazar las cosas, nombrarlas, enseñarnos. Eso hacemos en la psicoterapia: ayudar a pensar tu vida emocional para convertirla en experiencia y darte verdades que te permitan construir una vida mejor.
* Psicoterapeuta.
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