Entrada de la música
Por Jorge Vega
De morro, cuando escuchaba la frase: “La entrada de la música” pensaba que la gente del pueblo se refería a algo maravilloso, a un ensueño como los narrados en las historias de Las mil y una noches. Imaginaba jinetes montados en caballos enormes y orquestas y mariachis tocando en lo alto del cielo.
Los adultos se emocionaban al nombrarla. “Mañana entra la música a Cuauhtémoc”, decían, y en mi mente pasaba un río de gente, un desfile interminable brotando de la nada para llegar, entre arpas, trompetas y violines a los únicos lugares que entonces conocía de Cuauhtémoc: el jardín principal, la presidencia y la deliciosa paletería.
Nunca pude ir de niño, jamás me llevaron. Ahora sé por qué, pero entonces sólo pensaba cosas maravillosas de esa fiesta. Me pasó como a Esperanza, el personaje central y alter ego de Sandra Cisneros en ese delicioso librito llamado La casa en Mango Street. A Esperanza, la palabra refectorio la llevaba a otros territorios, lejos de las sucesivas casas rotas en las que vivía su familia latina, en arrabales de Chicago.
Un día, en su escuela, luego de insistir varias semanas, la llevaron a comer finalmente al refectorio. Al entrar, con su comida de niña pobre, no vio nada especial, sólo un comedor igual a muchos, sin la gracia, sin la luz que le prestaba su imaginación a esa palabra.
Igual conmigo. Bastó con ver una sola vez esa famosa entrada de los alcoholes y la música en San Jerónimo, en El Pueblo, para desilusionarme. Nunca hubo música celestial ni jinetes fabulosos, sólo hombres y mujeres, hombres gordos a caballo o a pie tomando cerveza, mucha cerveza, tequila, fumando, fanfarroneando y provocando peleas estúpidas.
Hace unos días, cuando volvió a realizarse este viejo ritual ya degradado, sin color, me acordé de esos años en que aún era morro. Imaginé a mi padre allí, en ese recibimiento, muchos años atrás, emborrachándose con sus amigos, y no supe qué sentir.
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