La evaluación de las universidades: ¿para qué?
Por Juan Carlos Yáñez Velazco
Mientras preparo mi curso nuevo, regreso de una conferencia sobre el valor de la evaluación. El disertante es el profesor Jesús Miguel Jornet, de la Universitat de València (España). La sede es el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación de la UNAM hace algunos años. Su disertación es un venero de ideas.
En el principio de la intervención, el profesor Jornet afirma 2 conceptos clave para comprender la esencia y complejidad del fenómeno referido. Por un lado, que las evaluaciones son propias de regímenes democráticos; y es verdad, en los gobiernos autoritarios basta con el sermón de la autoridad, con sus datos, para convocar al dogma de la fe y la presunta bondad de sus actos.
La segunda idea es que toda evaluación se realiza para la mejora. En este sentido, debe evitarse la confusión entre evaluación, medición, fiscalización o rendición de cuentas. No son lo mismo. Significa, también, que debe realizarse con solvencia conceptual, rigor metodológico y profundidad analítica. De lo contrario, es una mascarada.
Otro pedagogo español, Miguel Ángel Santos Guerra, define a la evaluación como un proceso de diálogo, comprensión y mejora. Breve y magistral.
Si aceptamos tales posturas, entonces, los procesos evaluativos en las universidades se alejan –rechazan, niegan, cuestionan– de cualquier forma de simulación que conduzca a complacencias o autojustificaciones, cuando no, a mentiras, negación de problemas o legitimación del estado de cosas.
Las evaluaciones son oportunidades para la indagación y reflexión, el diálogo sereno o encendido, pero siempre enfocados a la mejora del objeto; en este caso, la universidad, es decir, quienes en ella trabajan y estudian, lo que en ellas ocurre. No obstante, Jornet sostiene que los sistemas de evaluación no suelen estar diseñados para ello, lo cual exige capacidad de reinvención y ajustes.
La evaluación tiene varias dimensiones que deben asumirse siempre: es un procedimiento técnico o metodológico; una tarea pedagógica, pero también entraña una naturaleza política e implicaciones éticas. Dos libros, entre muchos, ofrecen testimonio: Ernest R. House, Evaluación, ética y poder, y de Helen Simons, Evaluación democrática de instituciones escolares.
El desafío para las instituciones educativas es complejo: potenciar los efectos pedagógicamente positivos de las evaluaciones, al mismo tiempo, minimizar los adversos, que conducen al desaliento o el simulacro.
Los procesos de disección que realizan las universidades son cuna de las agendas para el presente, examinado críticamente, y mirada al futuro con creatividad, rehuyendo inercias y modas. La definición de Santos Guerra es sencilla y corta, pero desafío monumental. Lo menos importante, en términos pedagógicos, son los documentos; lo más valioso, los espacios de diálogo, comprensión y mejora que fertilice. La vida de los papeles y archivos es efímera; en cambio, del entusiasmo de los universitarios depende la vitalidad de las instituciones.
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