Pupitres heridos: la escuela frente a la violencia social
Por Mariana Ceballos Dueñas y Mariela Guadalupe Manzo Carrillo*
En México, la violencia social no es un tema ajeno ni lejano. Es una realidad que se cuela por las ventanas de las casas, que se escucha en las noticias, que está presente en las calles y también en las escuelas. Cada estudiante que llega tarde, distraído o ausente podría estar cargando una historia difícil, muchas veces silenciada, otras tantas normalizada.
La violencia social no se reduce a los robos o amenazas. También es la discriminación cotidiana, la falta de oportunidades, sentirse ajeno o no reconocido. Johan Galtung habló de tres formas de violencia: la directa (la más visible, como los golpes o insultos), la estructural (cuando se niegan derechos como la educación o la salud) y la cultural (cuando todo lo anterior se justifica diciendo que “así es la vida” o “te lo buscaste”). Estas formas se combinan, se alimentan entre sí y, en muchos casos, se heredan por generaciones. ¿Cómo no habrían de afectar también a la escuela?
Las escuelas no son islas. Son parte de un entorno social donde, con frecuencia, gana la desigualdad. Dentro de los muros escolares no siempre se está a salvo, aunque ese es uno de los propósitos que guía la educación. El bullying, por ejemplo, no consiste en simples bromas entre compañeros; se trata de agresiones continuas que se filtran en el autoestima y el bienestar emocional. Según el INEGI, en 2023 uno de cada tres estudiantes de educación básica y media superior fue víctima de algún tipo de violencia escolar. Aún más alarmante es que uno de cada tres expresó sentirse inseguro dentro o cerca de su escuela.
Y hay violencias más silenciosas, pero igual de dolorosas. La simbólica, esa que no grita, pero excluye, cuando no se reconoce la lengua materna de un estudiante indígena, cuando se burlan de su acento, de la apariencia o identidad. Son formas de violencia que construyen barreras y se ocultan con silencios.
Culpar a los estudiantes, a las familias o incluso a los maestros sería una lectura superficial de la problemática. La violencia no es un “problema de conducta”, es el síntoma de un sistema que falla y de un país en donde la pobreza, la desigualdad, la falta de oportunidades y la impunidad generan un terreno fértil para el conflicto. Cuando no hay empleo digno, la justicia no llega y las instituciones están ausentes, la violencia deja de ser noticia para volverse costumbre.
Y, sin embargo, la escuela resiste. Ahí radica una posibilidad. Hay caminos que pueden y deben tomarse. Uno de ellos es la mediación escolar que, entre otras cuestiones, implica: capacitar a estudiantes y docentes para dialogar, construir acuerdos, transformar experiencias en aprendizajes. Para lograrlo se necesita formación, seguimiento, asesoría y acompañamiento. Además, el vínculo con las familias es fundamental: la violencia se enfrenta en red, con comunidad y mediante diálogo.
La escuela tiene el poder y la responsabilidad de formar personas que no repitan violencias aprendidas. Como decía Paulo Freire, “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. Porque si no es ahí donde comienza la transformación, ¿entonces dónde? La violencia social no puede seguir siendo un ruido de fondo en nuestras aulas. Hoy necesitamos escuelas que se atrevan a mirarla de frente, a incomodarse, a actuar. Escuelas que no repitan patrones, sino que se atrevan a romperlos y que, en medio del dolor, sigan sembrando esperanza.
*Columna periodística semanal de la Facultad de Pedagogía. Las autoras son estudiantes del séptimo semestre de la carrera de Pedagogía.
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