Sáb. Dic 6th, 2025

COLUMNA: La espiral de Elliot

Por Redacción Sep10,2025 #Opinión

La lección de pedagogía

Por Juan Carlos Recinos

La pedagogía no nace de los manuales ni de los programas oficiales: nace del asombro. Un maestro que ha dejado de maravillarse ante el mundo se convierte en funcionario de la rutina, y un alumno que ha perdido la capacidad de asombrarse se convierte en espectador pasivo de su propia vida. Educar es, ante todo, cultivar esa llama que convierte el conocimiento en experiencia viva y la experiencia en sabiduría compartida.

El acto pedagógico no consiste en repetir fórmulas, sino en abrir ventanas: al lenguaje, para que cada palabra sea un descubrimiento; al número, para que cada cifra revele un misterio; al arte, para que cada trazo o nota devuelva al niño la certeza de que el mundo es más vasto que sus paredes. Enseñar es invitar a mirar de nuevo lo que parecía evidente, a convertir lo cotidiano en extraordinario.

El problema de nuestras escuelas no es la falta de información, sino la ausencia de sentido. El siglo XXI nos ha inundado de datos, algoritmos y pantallas, pero no ha respondido la pregunta esencial: ¿para qué aprender? La pedagogía del asombro responde: para vivir con plenitud. No para aprobar exámenes ni competir en un mercado que devora, sino para reconocerse humano, digno, capaz de transformar y de crear.

Cuando un niño observa una mariposa y pregunta por qué vuela, allí comienza la ciencia. Cuando una joven se interroga por las ruinas de su barrio, allí empieza la política. Cuando un adulto regresa a los libros buscando respuestas a sus heridas, allí florece la filosofía. La educación que asombra no es un adorno: es la raíz de toda libertad.

El maestro, entonces, no es un transmisor sino un encendedor. Su tarea es prender hogueras de curiosidad en medio de la intemperie. El educador que asombra es aquel que convierte cada clase en un acto poético y cada lección en una rebelión contra la mediocridad. La pedagogía es insurrección contra la indiferencia, el tedio y la obediencia ciega.

Ahora bien, Inger Enkvist nos recuerda una verdad incómoda: la educación contemporánea ha caído en la trampa del facilismo. Bajo el pretexto de la motivación y la “autonomía” del alumno, se ha debilitado la exigencia intelectual, se ha relegado la figura del maestro y se ha confundido la libertad con la permisividad. Sin rigor, sin disciplina, sin transmisión de saberes, la educación se disuelve en un espejismo de modernidad.

Para Enkvist, la misión fundamental de la escuela es transmitir el conocimiento acumulado durante siglos: un patrimonio cultural que no puede dejarse a merced de la improvisación ni de las modas pedagógicas. Educar significa tender un puente entre generaciones, asumir que lo que otros aprendieron antes de nosotros tiene valor y que esa herencia debe ser entregada a quienes vienen detrás.

Pero aquí surge la tensión decisiva: ¿cómo mantener la exigencia sin caer en el autoritarismo? ¿Cómo despertar el asombro sin diluir la disciplina? Tal vez la clave sea comprender que rigor y disciplina no son enemigos, sino aliados. Un estudiante que se enfrenta a Homero o Cervantes, que se adentra en las leyes de Newton o en la música de Bach, no necesita artificios para sorprenderse: necesita un maestro que lo guíe, que lo rete y que lo acompañe en el esfuerzo de ir más allá de la superficie.

Enkvist advierte, además, que en muchas aulas se confunde rebeldía con desorden y creatividad con ignorancia. La verdadera pedagogía, sin embargo, exige un marco firme: la disciplina abre espacio a la concentración, y la concentración permite que el asombro florezca. Sólo quien ha sido entrenado para leer con atención puede emocionarse ante la sutileza de un poema; sólo quien ha practicado la paciencia de resolver problemas puede maravillarse cuando aparece la solución.

El riesgo actual es suplantar el conocimiento por la ilusión de la igualdad inmediata. En nombre de la inclusión se renuncia a la exigencia; en nombre de la autonomía se abandona al estudiante a su suerte. Pero quien no recibe conocimiento ni disciplina queda condenado a repetir la desigualdad en la que nació. Educar sin rigor es, paradójicamente, condenar al alumno a la ignorancia. En cambio, una pedagogía que se atreve a pedir más abre verdaderas oportunidades de emancipación.

De ahí que Enkvist insista en cinco principios inseparables. Primero, la exigencia intelectual, porque sin esfuerzo no hay aprendizaje. Segundo, la orientación cultural y moral, ya que toda educación transmite valores y una visión de humanidad. Tercero, la autoridad docente, que no es autoritarismo, sino la responsabilidad de guiar y marcar rumbo. Cuarto, la valoración del mérito, pues la equidad no significa nivelar hacia abajo, sino permitir que cada estudiante despliegue sus capacidades al máximo. Y quinto, la defensa de una educación humanista, capaz de formar ciudadanos críticos, sensibles y libres en un mundo dominado por el mercado.

Estos ejes no resuelven todos los dilemas. Más bien nos obligan a preguntarnos: ¿cómo combinar disciplina y creatividad, rigor e inclusión, tradición y cambio? ¿Cómo evitar que la exigencia se convierta en elitismo, o que la equidad derive en mediocridad? Una pedagogía madura debe enfrentar esas tensiones sin refugiarse en simplificaciones.

En suma, educar es un acto de transmisión cultural y, a la vez, un gesto de esperanza radical.

Sin asombro, la escuela se convierte en una fábrica de certificados; sin rigor, en un espectáculo vacío. Sólo cuando ambos se encuentran -cuando el maestro exige y, al mismo tiempo, despierta la maravilla- la educación alcanza su sentido más alto: formar seres humanos capaces de pensar con claridad, de vivir con dignidad y de transformar su Mundo.

Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

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