La gentrificación educativa
Por Juan Carlos Recinos
La educación mexicana vive un proceso silencioso, refinado y profundamente violento: una gentrificación que no ocurre en las calles, sino en las aulas. Bajo el discurso de calidad, innovación y progreso, se reordena quién puede acceder a una buena educación y quién queda relegado a los márgenes. No se anuncia ni prohíbe abiertamente la entrada; opera con un lenguaje amable, pero produce un efecto contundente: expulsa simbólica y materialmente a los sectores más vulnerables y concentra oportunidades donde siempre han estado: en manos de quienes poseen capital económico y cultural.
El primer criterio que alimenta este proceso es la estandarización con rostro meritocrático. Reformas tras reformas insisten en evaluaciones, rúbricas, perfiles ideales y competencias universales. Se crea la ilusión de igualdad, cuando en realidad favorecen a quienes tienen acceso a tecnología, acompañamiento familiar, espacios de estudio, tiempo libre y redes de apoyo.
El discurso de “alumno excelente” se convierte en mecanismo de selección: quienes no pueden responder al ideal —no por falta de talento, sino por condiciones— quedan etiquetados como “rezago”, “riesgo” o “insuficiencia”. El mérito se transforma en frontera.
El segundo criterio es la inversión diferenciada. Mientras algunas escuelas públicas se convierten en vitrinas de modernización —infraestructura impecable, programas bilingües, laboratorios, clubes y asesorías— la mayoría se hunde en la precariedad: aulas sin luz, docentes itinerantes, mobiliario insuficiente, falta de libros y ausencia de apoyos psicopedagógicos.
Las escuelas “modelo” se ubican en zonas urbanas estratégicas, rodeadas de poblaciones con mayor nivel socioeconómico, desplazando silenciosamente a la comunidad original. Así como un barrio renovado encarece la vida y expulsa a sus habitantes, estas escuelas encarecen la experiencia escolar hasta volverla inalcanzable para los más pobres.
El tercer criterio es la privatización encubierta. Cuotas voluntarias se vuelven obligatorias, uniformes exclusivos, actividades constantes y la participación familiar exige tiempo y recursos que no todas las familias pueden ofrecer. Se suman programas que, aunque públicos, operan bajo la lógica de mercado: escuelas de tiempo completo, bachilleratos de élite, secundarias “para talentos”, primarias con certificaciones internacionales. La puerta está abierta, pero el costo simbólico y material la hace inaccesible. La escuela pública se estructura como espacio de distinción.
El cuarto criterio es el lenguaje pedagógico como filtro de clase. Discursos tecnocráticos —pensamiento crítico, aprendizaje autónomo, proyectos meta-cognitivos, cultura digital, educación emocional— son valiosos, pero su implementación exige un trasfondo cultural que no todas las familias poseen.
Para los sectores vulnerables, la escuela se vuelve un territorio extraño: un sistema que exige competencias que nunca les permitió desarrollar. El resultado es doloroso: los niños sienten que “no pertenecen”, las familias se sienten “insuficientes”, y el abandono escolar se convierte en expresión de exclusión simbólica.
La realidad lo confirma: mientras en algunas escuelas se organizan talleres de robótica, intercambios internacionales, laboratorios y programas de inglés, a pocas calles de distancia hay aulas llenas de humedad, pupitres rotos, libros escasos y maestros sobreviviendo entre contratos temporales y salarios insuficientes.
Allí los niños aprenden que la escuela no está hecha para ellos, que el conocimiento es privilegio que deben observar desde afuera. La forma más cruel de exclusión no es expulsarlos físicamente, sino educarlos en la sensación de inferioridad, en la idea de que no tienen derecho al mundo que otros habitan.
criterios convergen en un punto contundente: México reproduce desigualdad desde la infancia. Mientras unas escuelas se elevan como enclaves de modernidad, otras se hunden como depósitos de sobrevivencia. La promesa de movilidad social se quiebra y se convierte en un eslogan que la realidad no confirma.
Cada escuela de élite que se “moderniza” es un monumento silencioso a la segregación; cada filtro meritocrático, cada evaluación estandarizada, cada requisito implícito de capital cultural o económico es un golpe que dice: “Este lugar no es para ti”. La gentrificación educativa no solo divide escuelas: divide vidas, oportunidades y destinos.
La noción de “calidad educativa” merece ser puesta bajo lupa. Escuelas presentadas como “modelos de excelencia” despliegan infraestructura impecable, laboratorios de última generación, programas bilingües y certificaciones internacionales. Sin embargo, detrás de la apariencia reluciente, el aprendizaje profundo no siempre se produce.
La inversión se concentra en lo visible: edificios, uniformes, actividades extracurriculares y métricas de evaluación que legitiman la exclusividad más que fortalecer la educación. Lo alarmante es que esta “calidad” se construye al margen de la realidad de aprendizaje: se evalúa infraestructura y tecnología, pero no si los estudiantes comprenden, reflexionan o desarrollan pensamiento crítico.
Mientras tanto, los más vulnerables quedan fuera de estos espacios “exitosos” y no reciben enseñanza de calidad, acompañamiento ni formación integral. La proliferación de escuelas de paga o de “excelencia” profundiza la desigualdad: concentran recursos y reconocimiento en quienes ya cuentan con privilegios y relegan al resto a aulas donde la educación se limita a sobrevivir.
En México, la apertura y operación de escuelas depende de permisos de la SEP o de las secretarías estatales, supuestamente para garantizar calidad. En la práctica, los criterios —infraestructura, docentes certificados, planes oficiales, sostenibilidad financiera— se aplican con desigualdad brutal. Escuelas urbanas con recursos obtienen licencias y programas de excelencia; las marginadas enfrentan obstáculos que las condenan al rezago.
Los estudiantes dejan de ser personas: se convierten en números, estadísticas que generan una derrama económica de matrículas, certificaciones y programas “innovadores”. Mientras tanto, pseudo-escuelas operan con permisos incompletos, enseñando poco o nada. La gentrificación educativa legalizada decide quién aprende y quién queda al margen, transformando la educación en privilegio y la desigualdad en negocio.
El oficialismo en escuelas, bachilleratos y universidades públicas no combate la desigualdad: la administra. Filtra ingresos, otorga programas de excelencia y certificaciones que privilegian a quienes ya tienen recursos, mientras las zonas marginadas reciben migajas. Su burocracia y supervisión laxa legitiman la exclusión bajo apariencia de legalidad y calidad. La gentrificación educativa no se detiene: el oficialismo la organiza y normaliza como política de Estado.
En suma, la educación, que debería ser herramienta de movilidad y equidad, se ha convertido en espacio donde la desigualdad se reproduce con elegancia. Cada filtro meritocrático, cada inversión visible, cada programa de élite concentra privilegios y excluye a los más vulnerables. Mientras no se reconozca esta gentrificación educativa, México seguirá administrando la ilusión de equidad y consolidando silenciosamente un país donde la escuela deja de ser derecho y se transforma en privilegio.
Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

