Por Raúl Bobé
Ibrahim pensó que no saldría vivo de aquella mezquita de Southport (Inglaterra) al ver cómo el humo se colaba por la ventana y el suelo vibraba al son de los gritos y las piedras de una turba de gente que amenazaba con quemarlo todo desde el exterior.
La muchedumbre descargaba su ira contra aquel templo de ladrillo rojo, clamando venganza tras el terrible suceso que había sacudido está tranquila localidad costera del noroeste inglés en la víspera. Según difundían las redes sociales, el culpable pertenecía a la comunidad musulmana.
Un día antes, el lunes 29 de julio de 2024, un adolescente bajó de un taxi en dirección al centro recreativo Hart Space de la ciudad, que aquella mañana albergaba un taller de baile dedicado a Taylor Swift. Armado con un cuchillo, asesinó a puñaladas a 3 niñas: Bebe King, de 6 años; Elsie Dot Stancombe, de 7, y Alice Da Silva Aguiar, de 9, además de dejar heridas a una decena de personas más.
La conmoción y el horror tras el ataque derivaron rápidamente en especulaciones sobre su autoría, y ante la falta de información por parte de las autoridades, las redes sociales se convirtieron en una fuente de rumores infundados que apuntaban a que el autor era musulmán y que, además, solía acudir a rezar a esa mezquita, la única que había en Southport.
“Después -rememora- siguieron diciendo que nosotros le habíamos alentado a hacerlo y, por ese motivo, decían que esta es una mezquita malvada, que había que quemarla, destruirla y echarnos de aquí”, relata Ibrahim, imán del templo.
“Esto fue muy negativo, porque pese a que estábamos tristes por este asesinato y las noticias que llegaban de que varias niñas habían sido heridas, igual que el resto de la comunidad -agrega-, nosotros tuvimos que empezar a defendernos”.
Construir la verdad
El director ejecutivo del Centro para Contrarrestar el Odio Digital (CCDH, en inglés), Imran Ahmed, explica que la extrema derecha lleva años buscando amplificar sus discursos contra los musulmanes en el Reino Unido y “hacerles parecer peligrosos para la sociedad británica”, por lo que vieron en el incidente de Southport una oportunidad para avivar su narrativa islamófoba.
En aquel suceso, todo empezó cuando una publicación en LinkedIn de un presunto padre de uno de los niños señaló que el atacante era un “migrante” y el canal de noticias falso Channel3Now -con base en Pakistán- se encargó de identificarlo como Ali Al-Shakati, de 17 años, y de asegurar que era un solicitante de asilo que había llegado al Reino Unido en patera un año antes.
Según Ahmed, esta información fue republicada unas 2,500 veces a través de las 5 principales plataformas tecnológicas, con un alcance total de 1,700 millones de personas.
También contribuyó el magnate tecnológico y dueño de la red social X, Elon Musk, que a su vez lo compartió a sus más de 200 millones de seguidores.
“Fue una mezcla de tendencias a largo plazo y objetivos de la ultraderecha y, al mismo tiempo, el oportunismo de decir: ‘Bueno, si todavía no tenemos ningún dato oficial de la Policía, crearemos la verdad nosotros’”, agrega el director ejecutivo de CCDH.
En la tarde del lunes, las autoridades informaron del arresto de un joven de 17 años nacido en Gales, pero pasaron días hasta que se supo quién era: un tribunal ordenó levantar la restricción sobre la identidad del sospechoso, oculta por tratarse de un menor de edad.
El agresor fue identificado como Axel Rudakubana, vecino de la localidad aledaña de Banks, hijo de padres ruandeses cristianos. Sin relación alguna con el islam.
Entre piedras y llamas
Las fotografías de Bebe, Elsie y Alice cuelgan ahora junto a un osito de peluche y cientos de pulseras de abalorios, entre dos árboles de la plaza principal de Southport a modo de santuario improvisado.
En ese mismo lugar, miles de personas se habían reunido un año atrás en una vigilia para llorar su muerte sin saber que, al otro lado de la calle y todavía en silencio, aguardaba una turba violenta que acabaría con medio centenar de policías heridos, vehículos en llamas, tiendas saqueadas y con la mezquita de Ibrahim resquebrajada por el odio.
El grupo, conformado principalmente por gente de fuera de Southport y congregado a través de las redes sociales, marchó por las calles de la localidad en dirección a la zona, en un recorrido que ahora uno de sus feligreses, Shahid, vuelve a recorrer con su coche.
Durante la travesía, Shahid solo hace una parada en Hart Street, el lugar de la tragedia. Un callejón industrial sin salida que todavía hiela la sangre al entrar. El dolor y la rabia aún persisten, haciéndose patentes cuando uno de los vecinos increpa a los periodistas de EFE y patea el vehículo en el que viajan.
Aquel martes de los disturbios, Ibrahim acudió a la mezquita a rezar como de costumbre, aunque algunos amigos le habían advertido sobre ciertos rumores en línea que sugerían que se estaba planeando “algo muy malo” contra el templo-, por lo que él mismo llamó a la Policía para ponerles sobre aviso.
Una vez allí, se percató de que una multitud había empezado a congregarse en el exterior, gritaba consignas contra los inmigrantes y el islam y profería insultos contra Alá, así que decidió cerrar la puerta por seguridad y quedarse en el interior de la mezquita junto a otras seis personas: “Sentí la maldad fuera, eso seguro”.
“Decían que querían quemar este lugar, que querían matarnos a todos y querían deshacerse de cualquiera que estuviese aquí, que querían desmantelar toda la mezquita ladrillo a ladrillo, si pudieran. Esta era su principal ambición, y podrían haber causado mucho daño”, recuerda Ibrahim.
Mientras la calle se sumía en el caos, en el interior reinaba el desconcierto. No entendían por qué estaban siendo atacados y tampoco sabían qué hacer. A la desesperada, tomaron “unos palos” para intentar defenderse y, aun temiendo por su vida, prosiguieron con su rezo.
“Cuando hacemos la llamada a la oración (adán) tenemos una radio que se conecta con las casas musulmanas (…) así que queríamos mostrarles que estábamos bien, que estábamos vivos y no habíamos muerto todavía”, explica el imán.
Aunque admite que no le tiene miedo a la muerte, asegura que la parte que más le preocupaba eran el resto de personas que estaban con él, entre ellos algunos “jóvenes que estaban llorando porque pensaban que no iban a volver a ver a sus hijos nunca más”.
De las redes, a las calles
Frente a una mezquita llena -desde ancianos, hasta niños- durante el rezo principal del viernes, el día sagrado del islam, el imán recuerda durante el sermón que, después de ese 30 de julio de 2024, fueron los vecinos de Southport los primeros que acudieron al día siguiente para ayudarles a limpiar los cascotes, los ladrillos y todo el daño que la turba había dejado tras de sí.
“Lo que les hizo venir hasta aquí y ofrecer su ayuda fue la compasión por lo que había pasado. Para decirnos: ‘Esta gente (la que trató de atacar la mezquita) no tiene nada que ver con nosotros. Lo que hicieron esos descarriados, no lo hicieron en nuestro nombre’. Por eso, recordad que hay que ser siempre amables con vuestros vecinos”, predica Ibrahim.
El asesinato de Alice, Bebe y Elsie, unido a la desinformación y a la retórica islamófoba, trasladó el odio de las redes a las calles del Reino Unido y, tras el ataque de la mezquita de Southport, se sucedieron durante días disturbios en distintas ciudades del país, que se saldaron con más de un millar de detenidos, de los cuales 200 fueron encarcelados.
El Reino Unido registró entre 2023 y 2024 un aumento récord del 162% en los casos de odio anti musulmán, en gran medida impulsado por lo ocurrido en Southport y la oleada de violencia posterior, según un informe de febrero pasado de la iniciativa británica Tell MAMA, que mapea los ataques contra la comunidad musulmana en el país.
“Hoy estamos en una nueva norma de odio antimusulmán. Lo que solíamos recibir semanalmente en términos de número de denuncias es ahora quizás tres veces más que hace unos 2 años”, explica su presidenta, Iman A Ata.
La propia mezquita de Ibrahim se ha convertido en una especie de fortaleza. Hay una verja colocada en la entrada, la puerta principal es más robusta, todas las ventanas están reforzadas con rejas y cuentan con decenas de cámaras de seguridad y un par de vigilantes a tiempo completo.
Si quieren seguir profesando su fe con libertad, deben permanecer encerrados. “Es triste, porque ahora miro este lugar y pienso que parece una prisión”, confiesa el imán. “No hay mucho más que hacer, es por seguridad y tenemos que proteger a cualquiera que venga a este sitio”.
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