Pasto y terraza
Por Carlos Ramírez Vuelvas
Desde hace unos días he vuelto a procurar la terraza y el jardín. Lo hice malhumorado, porque por millonésima ocasión mi mujer se ha quejado del mantenimiento de casa. Lo hice con cierta abulia, porque las vacaciones comenzaron a cansarme con su rutina de carbohidratos, de sábanas calientes y de plataformas con series y libros interminables.
Comencé por podar el pasto que había crecido desparpajado en el jardín. Seguí con la rebeldía de los arbustos, con su entramado de ramitas como oronda cabellera despeinada en un mal amanecer.
Seguí con el orden perdido de las piedras de río, sacudidas por las mareas del tiempo, que, sin darnos cuenta, la mano invisible de la buena voluntad las ordena en algún sitio, que luego altera la mano impredecible de los hombres.
Después vi huecos cafés sobre el manto del césped y compré semillas de pasto para llenar aquellos vacíos de tierra que ensuciaban el lienzo verde del jardín.
Fueron 3 días francamente agotadores, porque concluidas las faenas en las plantas, me metí de lleno bajo en la terraza, percudida por nuestro verano salvaje, que borroneó el blanco de los muros con retratos irascibles de lluvias de septiembre: un montón de rayones, como relámpagos, fundidos en negro tormenta sobre muros, donde también chirriaba el rímel enmohecido de unas gotas herrumbres que descendieron lentamente desde el techo.
Cambié lámparas y trozos de madera del plafón falso, pinté las paredes blancas y remocé la elegancia pálida de la banca de madera -lastimada por la humedad implacable- con un barniz color cedro que le devolvió la alegría de un niño recién salido del mar. Para avivar su belleza busqué unos cojines afelpados y coloridos, que terminaron por vestirla con una sobriedad que pronto atrajo a unos rosales, colocados sobre mesas laterales bien dispuestas, atentas, armónicas.
Limpié el piso, sucio por el abandono y el trajín de las últimas jornadas, para que su lustre acompañara con la dignidad de una persona reconciliada con sus días, la renovada vitalidad de los objetos.
Dormí un par de días con la satisfacción de la tarea cumplida. Hasta que en la tercera noche me aguijonearon otras dudas: ¿Había valido la pena interrumpir aquella dieta de harinas refinadas? ¿Valió la pena no ver la conclusión de un caso sin resolver, importantísimo para la seguridad mundial? ¿Era necesario postergar la lectura de aquel libro que me daría el sentido de interpretación del poema desconocido de Ramón López Velarde?
Es el último día de estas larguísimas vacaciones.
Amaneció nublado, con un halo frío que nos lleva a envolvernos en las cobijas maternales de la cama, pero he estado impaciente y desde muy temprano he bajado a prepararme un café, a escuchar música suave y a leer un poco, para disfrutar este último día de descanso.
Mientras terminaba de calentarse el agua de la cafetera, he salido al jardín y me ha sorprendido una suavísima grama de pasto renovado. He vuelto a ver la terraza, el patio y la casa, con la mirada fresca, y pienso en mis adentros que sí, que ha valido la pena.
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