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COLUMNA: Cotidianas

Por Redacción Ene30,2024

Cuando aprendí a nadar

Por Jorge Vega

Cuando aprendí a nadar me propuse, cada vez que entraba al mar, alejarme poco a poco de la orilla, un metro o 2 a la vez, con la actitud temeraria de los conductores novatos que aceleran para demostrar que controlan el auto. Hasta que un día llegué a esa parte donde nacen las olas, donde ya no se toca el fondo con la punta de los pies.

Entonces sentí miedo de no poder regresar a la playa, de ser arrastrado por las corrientes marinas y aparecer días después a kilómetros de distancia de donde entré. Porque el mar es una fuerza que nadie controla. Un misterio.

La vez que no toqué fondo pensé que así es la vida. Cuando uno está en sus orillas cree que tiene el control, que nada más allá de lo que nos han contado desde niños puede ocurrirnos, que Dios o los angelitos de la guarda nos cuidan.

De repente, tras un divorcio, la noticia de una enfermedad grave o la caída desde lo más alto del ego, perdemos el supuesto control y comenzamos a dar manotazos, patadas, en busca de aire, de una barca en las cercanías o de al menos un madero que nos permita un breve descanso.

Los guías espirituales dicen que uno debe aprender a nadar para enfrentar cualquier ola que nos toque enfrentar. Un tiempo, de joven, así lo creí, que bastaba saber nadar, enfrentar los retos con determinación, con entereza. Pero la edad y los demonios personales me fueron convenciendo de otras cosas.

A veces uno no quiere seguir nadando. A veces resulta delicioso dejarse llevar por el oleaje. Sin pensar. Otras, uno desea hundirse. Finalmente nada importa, como dirían los depresivos. A qué seguir nadando si finalmente uno regresa a la nada.

Tampoco importa volver a la orilla del mar, llegar a buen puerto.

Ahora sé, con la cabeza, aunque algunos días con el corazón, que de verdad lo más importante es el viaje, como ha dicho desde antes de Homero la gente que fue más allá de los cuentos del trabajo y el futuro pleno con que espantamos el miedo.

Es el viaje, es ahora. Entrar en la vida, ser revolcado por las olas, sentir que nos falta el aire, ser arrastrados por el mar y a veces, sólo a veces, nadar por el puro gusto de sentir el agua, la espuma, el movimiento del cuerpo, el sol sobre la espalda, el viento en el rostro y llenarnos de gozo si tenemos la fortuna de ver, sin prejuicios, cómo se hace la tarde, cómo va llegando la noche.

Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

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