Por Alicia Salinas*
Desde 1999, el 21 de marzo se celebra el Día Internacional de la Poesía, una iniciativa de la Unesco para visibilizar la importancia de la poesía en nuestras vidas, en la cultura, en la educación, como una forma de percepción del Mundo, de expresar nuestra subjetividad y nuestra identidad. Este género ancestral también tiene una cualidad superlativa, la de resistir, que es lo mismo que decir fundar o habilitar la resistencia.
Esa resistencia no está relacionada ni con el contenido del texto ni con su forma. Sí con su capacidad para crear un espacio o zona de sensibilidad donde lo relevante no sea solo el mundo material, la ganancia, el lucro, la cosificación, sino la conexión con lo sagrado, la actitud solidaria y la idea de lo común -la comunidad, la convivencia- por sobre el fin personal y la lógica instrumental. Es sabido que a la poesía se le pide muchas veces carné de funcionalidad y se la impugna por su estatuto marginal, lo cual sin dudas no representa un problema sino más bien su mayor valía.
“Considero útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores”, nos decía en su manifiesto en defensa de los saberes humanísticos (La utilidad de lo inútil) el pensador italiano Nuccio Ordine -o nos dice, en tiempo presente, porque está siempre vivo quien atiende a lo más profundo. Cuando la poeta argentina Diana Bellesi llama a la poesía “la pequeña voz del Mundo”, refiere que son sus tareas atender a lo inútil, a lo que se desecha; deshacer las cristalizaciones discursivas de lo útil y tejer una red de cedazo fino capaz de capturar astillas de aquello que se revela (La pequeña voz del Mundo).
En cualquier caso, esa vocecita tiene el poder de atravesar el tiempo, las geografías, los idiomas, los regímenes políticos, en un acto de entrega esencialmente humano. Ni las computadoras ni los chats de inteligencia artificial más sofisticados pueden hacer ni interpretar poesía -su misterio, sus escondrijos, el deseo que la pulsa y la sostiene. Su poder, o mejor dicho su antipoder. Nuestra primera resistencia como escritores, lectores y difusores de la poesía es haber abierto o encontrado la grieta para que emerja lo extraño, lo disruptivo, lo inclasificable en relación al mundo homogéneo y uniforme al que pretenden nos adaptemos sin chistar.
La práctica se vuelve doblemente rebelde cuando quienes la ejercemos somos mujeres, tengamos o no intención artística. Porque le estamos sustrayendo un tiempo a las obligaciones que históricamente se nos asignan por división sexual del trabajo o directamente asumimos todas las responsabilidades al situarnos por fuera del modelo familiar-patriarcal de varón proveedor o protector. También porque a través de ese gesto discutimos con la cultura dominante.
Una mujer cuando escribe y (se) crea un lugar de enunciación siempre resiste, en tanto afirma algo que había sido impugnado por generaciones, no solo en términos de lograr el desarrollo de un oficio o afición, sino en un plano más existencial, identitario. Alfonsina Storni lo expresaba así en la primera estrofa de su soneto Bien pudiera ser: “Pudiera ser que todo lo que en verso he sentido/no fuera más que aquello que nunca pudo ser, /no fuera más que algo vedado y reprimido /de familia en familia, de mujer en mujer”. Casi un acto de psicomagia o de sanación del árbol genealógico, como prometen algunas terapias en boga. No parece descabellado concluir que es resistente, resiliente y político el gesto de quien elige la poesía como trabajo, disciplina, rutina, prisma vital. En ese sentido Gabby De Cicco, poeta lesbo-feminista no binarie, nos advierte: “Lo personal-poético es político”.
Resistir es seguir escribiendo y leyendo poesía, aunque estemos lejos o fuera de un polo o capital cultural, fuera de la consideración del mercado, de las modas e incluso de la escuela literaria. La resistencia está en el corrimiento, en el desajuste; en vivirlo, atravesarlo, compartirlo. Resisten quienes ponen el ojo y el corazón en el margen en el que nos ubican con desprecio, y nosotres abrazamos con orgullo; resisten quienes lateralizan sin empacho la mirada. Y somos multitud, aunque la narrativa del mainstream cultural nos excluya, aunque cada vez queden menos lugares para juntarnos a escuchar poesía, espacios en los medios para reseñas, festivales presenciales, papeles para imprimir nuestros libros.
La sublevación que propicia la expansión del campo poético reside en negarse al ocio programado y enlatado, en alimentar esa zona de sensibilidad que nos conecta con lo espiritual -que es de por sí una “espiritualización del Mundo”, al decir de Joaquín Gianuzzi. Escribir poesía, abrevar en ella, es desobedecer los discursos vacíos y banales que nos atraviesan sin hacer sentido. Es apagar el piloto automático, eludir todo pragmatismo, desterritorializarse, deconstruir. Y aun mirando desde la alcantarilla, tomar la voz -una empresa que siempre será colectiva, hacia el pasado y hacia el futuro.
*Poeta, educadora y periodista argentina. Activa en colectivos feministas.