Por Marcial Aviña Iglesias
En 1719, Daniel Defoe publicó la primera novela inglesa, llamada La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, que con la popularización todo mundo la conocemos como Robinson Crusoe, en donde se describe la autobiografía ficticia del protagonista, un náufrago inglés que pasa 28 años en una remota isla desierta, y que con el paso del tiempo se adapta a la soledad, una soledad que le hace apreciarla, de darse cuenta que la ausencia a veces vale la pena.
Así como la soledad acompañada que a diario observo, novios sentados en las oxidadas bancas del oscuro jardín, que ya no buscan las tinieblas para darle rienda suelta a sus instintos carnales, sino, para estar cada quien sumergidos en las pantallas de sus teléfonos celulares; hortera soledad de ese desayuno familiar en lujoso restaurante, en donde cada integrante ausente de la situación, pero presentes en el WhatsApp. Clases, charlas o presentaciones en donde el interlocutor solo es escuchado por su propia conciencia a punto de la renuncia a su auditorio cautivo de la telefonía.
Ya no importa, es más, ni siquiera existe, ese antropófago civilizado llamado Viernes, ahora se trata de un dispositivo o aparato telefónico, portátil, que con el cual ya casi nadie realiza llamadas, o sea, su verdadera esencia, ahora se ha convertido en ese balón de voleibol con quien hablaba otro náufrago, de nombre “Wilson”, que nos hace formar parte de la gran familia Robinson a quienes habitamos esta isla desierta conocida como planeta Tierra.
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