Por Maestra Ruth Holtz
Cuando una persona ha sufrido mucho daño en su vida, siendo víctima de violencia, maltrato o situaciones dolorosas como pérdidas, abandono y desprecio, y reacciones negativas de los demás por su comportamiento inadecuado, puede volverse muy agresiva y tener frecuentes accesos de ira. Este comportamiento inadecuado es el resultado del sufrimiento soportado y a su vez puede provocar más maltrato al causar daño a otros con su furia “justificada”.
El manejo de la ira es un desafío crucial para el crecimiento emocional integral. Las emociones son energías que brotan de nuestro interior, manifestando mensajes tanto del estado interior como de la apreciación exterior. Es fundamental crear una relación adecuada con uno mismo, atendiendo primero los daños recibidos y luego desarrollando estrategias de negociación con quienes se consideran agresores. Las relaciones siempre tienen un grado de complicidad: una persona agredida ha hecho algo para provocar la agresión o no ha puesto límites, mientras que el agresor es responsable de contenerse y resolver el conflicto mediante el diálogo y decisiones mutuamente acordadas. Cuando descubrimos el área en la que podemos elegir, podemos hacer algo para detener el mal para ambas partes.
En psicoterapia, trabajamos el desahogo en 2 fases: la física y bioenergética y la historia interna que le da soporte. Buscamos ser conscientes del efecto de nuestras emociones, descubrir el patrón inconsciente que genera el comportamiento y el padecimiento, y, sobre todo, develar el área de libertad en la que podemos dejar de ser “víctimas”, “verdugos” o “salvadores”. Este triángulo fatal oscila fácilmente entre los involucrados en el conflicto. Una víctima puede acabar atacando “en defensa propia”, lanzarse a defenderse sin medir las consecuencias por frustración e impotencia, o actuar por lástima hacia personas que reflejan su dolor. Todos comparten el mismo conflicto y, mientras no descubran cómo participan y no solucionen su dolor, seguirán atrayendo situaciones similares a su vida.
La agresión puede manifestarse como violencia o como determinación, asertividad y coraje para enfrentar la vida con carácter firme y definido. Cuando se drena la energía agresiva en defensa, maltrato y violencia, se pierde esa fuerza de carácter y se queda atrapado en relaciones destructivas. La víctima de esas agresiones también vive una situación similar y ambas partes quedan atraídas para hacerse la vida imposible. Una víctima necesita la fuerza para oponerse y poner los límites pertinentes, hasta alejarse y abandonar a su victimario. Aunque no siempre resulta fácil, la víctima también debe crecer emocionalmente o atraerá más personas que la agredan como si fuera un imán.
El agresor también necesita trabajar el dolor que esconde bajo la capa de furia, aprender a contener su violencia, canalizarla y encontrar modos de negociar sus legítimos motivos, así como renunciar a actitudes egocéntricas. Ambos procesos son complejos y requieren la colaboración de los interesados. Si una persona no quiere cambiar, reconocer su parte en el conflicto y estar dispuesta a domar su carácter, ningún castigo o premio podrá ayudar. Solo cuando alguien está decidido a asumir su participación en el conflicto y detener la agresión, se puede hacer algo. Exceptuando casos de víctimas expresas como asesinatos por razones fuera del índole personal o niños que carecen de la fortaleza de carácter para defenderse adecuadamente, víctimas y agresores son cómplices y cada uno debe hacerse responsable de su parte y sanar.
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