Todo lo que sé de la ternura
Por Carlos Ramírez Vuelvas
Todo lo que sé de ternura en la infancia, lo sé por mis abuelos. De los padres, uno aprende otras cosas, como un árbol aprende de la lluvia y el sol los colores de su fronda, pero de la tierra donde crece la firmeza que luego sostendrá al tronco.
Uno aprende de los abuelos la esperanza alegre que anuncia los olores del fruto verde y la tierna vitalidad de los colores del fruto maduro. Pero de los padres uno aprende el valor de plantar bien los pies sobre la tierra.
Uno, a solas, aprende a caer y levantarse.
Era un corredor largo y oscuro como la memoria. La parte anterior de la casa de mis abuelos maternos es uno de los sitios del reino de la memoria. La casa de mis abuelos paternos era un patio central, un corazón central, un latido.
Entre ese patio y ese corredor me saluda el niño que fui, no siempre satisfecho del hombre que ahora escribe, como el hombre que ahora escribe en los sueños reniega con ternura rabiosa de niño de 10 años. Hay cosas que hace el adulto que ahora soy, que no toleraría el niño que fui, como hay cosas que hace el adulto que soy y le debo al niño que fui.
Quienes tuvimos la fortuna de pasar la infancia entre los corredores húmedos del trópico, además, sabemos que debajo de este calor y de esta lluvia crece una flora nativa de hojas grandes y delgadas, de frutos abundantes y frondas festivas.
Que cuando llega el verano este verdor inigualable se aposenta en la mirada, una mirada un tanto enceguecida por el sol de verano. El rumor del otoño se escucha en el calendario como una postal antigua, las campanadas de un pueblo que nos llama con la certeza del inicio de otra ceremonia.
Tal vez el otoño sea el sitio de la ternura, y por eso hablar de nuestros abuelos (su nostalgia, su memoria, su ternura) nos remite a esta mirada fácil y feliz con la que siempre nos hablaron.
A este fruto maduro como el mango que se paladea antes de probar. Como ese aliciente que de alguna manera guardamos para comenzar a levantarnos después de la caída.
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