Graduaciones
Por Jorge Vega
En todas las graduaciones, comenzando por la mía, escucho hablar de perseguir y cumplir los sueños personales, de luchar por ellos. El padrino o la madrina de generación piden trabajar con ética, con honestidad, y regresarle a la sociedad lo que ésta ha dado para que, de 100, sólo unos 40 y pocos logren terminar la licenciatura.
Salimos de los auditorios, de las canchas cívicas entre aplausos, globos de helio y flores, convencidos de ser la mejor generación que ha visto los amaneceres de Colima, la que cambiará definitivamente y para bien el rumbo de las cosas.
Pero algo ocurre con nuestros sueños: o bien no soñamos con suficiente fuerza o nuestros sueños son inalcanzables, como descubrir la cura contra el cáncer, lograr la paz mundial o encontrar las promesas que suelen caérseles a las y los políticos al momento de abordar el autobús de la democracia que lleva al Palacio de Gobierno.
Tal vez jamás tuvimos sueños verdaderos y siempre supimos que la graduación era una mera ceremonia, una representación, como los domingos en la misa, cuando prometemos ser buenos, generosos y entregar nuestro sacrificio a Dios, pero saliendo del templo volvemos a ser los mismos, pensando primero en nosotros, después en nosotros y siempre en nosotros, en nuestros pequeños sueños de orgullo, de miedo, de rabia, de ego.
Después de la academia, uno a uno vamos traicionando nuestros sueños, a veces por un puesto que en el fondo odiamos, otras por compromiso, por flojera, para complacer a los y las demás, por ambición, lujuria, venganza o porque no encontramos nada mejor. Pocos, realmente muy pocos continúan siendo fieles a sí mismos, recordándonos a los demás, a los y las de la generación, que sí es posible vivir la plenitud y el milagro humano en un mundo incierto, fugaz, impermanente.
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