Toshinori Sensei
Por Carlos Ramírez Vuelvas
El despliegue del sol sobre los cerros dibuja en la memoria a Toshinori Sato. Yo estudiaba hermenéutica en Puebla, y los jueves sorprendía la oración del rosario adentro de una capilla donde la luz se quebraba en aristas de hermosas piezas de madera bañadas en polvo de oro.
Vivíamos, mi buen amigo Martín y yo, en el segundo piso de una casona construida por orfebres indígenas del siglo XVII. La parte baja de la construcción era, a su vez, un restaurante de comida regional y un bar de poca trascendencia y noches complejas, donde un excelente grupo de rock revivía canciones de The Cure, Led Zepellin, Metallica y Nirvana. Frente a ese carnaval de inmueble está un improvisado mercado de artesanías mexicanas que se fabrican en Taiwán.
Toshi, el japonés, tenía 27 años. Era un estudiante de teoría literaria, traductor inédito de Shusaku Endo, experto en programación, aprendiz de boxeo y amante de la secretaria de la Facultad donde estudiaba, a quien llamaba, con cuidadosa discreción, “la correctora de mis trabajos”. A esa lista de actividades se añade su perfil de narrador de anécdotas familiares, y tenemos el equipaje completo de Toshi.
De sus historias, la más conmovedora fue al explicar el significado del viaje para su familia. Los mayores debían preparar a los más jóvenes para enfrentar una travesía de Kyoto a Tokio: 523 kilómetros recorridos en bicicleta. Los muchachos debían hacer un recorrido mental, detallando los pormenores a los adultos. La preparación comenzaba un año antes de llegar a la edad adulta y concluía cuando lograban arribar a las avenidas de la capital de la isla.
Las lecturas de Shusaku Endo, premio Nóbel creador de magníficas novelas y cuentos de inspiración católica, era la principal motivación de Toshi para seguir en sus estudios de literatura. Ya había pasado su entusiasmo por la literatura latinoamericana. No tenía ningún asidero social del que se pudiera apoyar como estímulo para practicar las letras, pues en Japón —nos decía— el ejercicio literario es tan intrascendente como la afición a cultivar sabelas en agua salada para venderlas a un astrofísico.
La mirada de Toshi, pequeña y sigilosa, poseía el extraño don de los que abandonan la felicidad y deciden marchar al margen de la vida, y era capaz de contemplar claramente el interior de las personas como quien se abstrae mirando el paisaje.
A veces creo recordar la voz de Toshi, con su pésima pronunciación del castellano y un alargamiento de los sonidos nasales que terminaba en un silbido delgado. Así, de noche en cuando, leía sus soporíficos ensayos de tarea escolar que, con holgura y satisfacción, había corregido su amiga. Toshi tenía un amor complejo —como todas las pasiones verdaderas— por las letras. En sí misma la literatura, parecía decirnos, es un enigma indescifrable y de seducción dañina.
Con aquella manera tan suya de hablar casi deletreando cada palabra, Toshi preguntaba a cualquiera que gustara de leer, siquiera las instrucciones de la pasta dental, “¿qué es para ti la literatura?” El golpe crítico de Toshi, transformado retóricamente en pregunta, era lanzado como un dardo venenoso cuyo arco se tensaba en una sonrisa aún más letal por su ingenuidad sobreactuada.
Mucho tiempo después de soportar el primer aldabonazo, comprendí la paradoja. La pregunta corre y corroe el cerebro con tanta desesperación en busca de una respuesta, que termina por encontrarse de nuevo. Es, de verdad, una serpiente que se muerde la cola. Sólo quien reconoce la concisión del aforismo, sabe que en la sencillez precisa de un axioma perfecto radican alguna lección de vida. Sin ser, desde luego, un ejercitante de axiomas armónicos, quien se jacte de leer poesía sabe a lo que me refiero.
Por franco temor al ridículo, nunca accedí a darle a Toshi una respuesta seria, y sólo me atreví a recitarle la definición de literatura obviada por el diccionario. Y él, con el mismo desenfado que yo, y sin reflexionar demasiado, comentó que la literatura es la loca que descompone el orden de la casa.
Toshi veía una sociedad perfecta, salvo por los apasionados de la literatura, quienes rompían, por sus ideas, con el orden natural de las cosas. Crítico de “El quijote” y lector de Platón, para él la literatura era menos que un mal necesario. Él, que había viajado al país de Juan Rulfo sólo para conocer cómo es el país de Juan Rulfo, abandonando todo, prestigio social y familiar de por medio, resolvía que la literatura además de ser un disparate, es casi tan dañina como una pandemia.
El día que Martín cumplió 21 primaveras se hizo un pequeño convivo en nuestro departamento. Cuando tres botellas mermaban su contenido, Toshinori sensei reveló sus propósitos para el futuro: no regresaría a Japón, quería conocer Barcelona y después, ahí mismo, se suicidaría. Ninguna forma de disuasión parecía ayudarlo. Su amiga secretaria y correctora, también era esposa y madre de dos hijos, y Toshi un fervoroso seguidor de las tradiciones familiares que vivió atormentado mientras duró su amorío con una mujer casada. Sus padres, que cultivaban arroz en una provincia japonesa, destinaron su breve fortuna en la preparación profesional de sus hijos. El hermano mayor era un prominente doctor en un hospital de Tokio, donde trabajaba 18 horas diarias; y Toshinori…, estudiaba semiótica y narratología hispánica.
Regresamos a Colima un día que el sol iluminaba los cerros y abrió un capítulo más en la memoria. Martín siguió en contacto con Toshi, y me dijo que, por fortuna, el japonés aún no cumple sus objetivos, que huyó a Aguascalientes y trabaja en una central de abastos como cargador. Suelo recordar a Toshi con la profunda convicción de que se debe respetar absolutamente a la literatura como se respeta a la vida. Esa sería una aproximación a la pregunta axiomática del japonés: como la vida, la literatura. Después de todo, para él sí fue la literatura la loca que descompuso el orden de la casa. Cuando alguien pregunte ¿qué es la literatura?, hay que tener cuidado con la respuesta y cuestionarnos ¿qué es la vida?, a riesgo de que, si nos expresamos con demasiada ligereza, la vida termine por conceder a nuestras palabras la sentencia de la profecía.
Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.