Por Marcial Aviña Iglesias
Era el día que iniciaba esa copia estadounidense de marketing que acá conocemos como “El Buen Fin”, los coches se detenían en los semáforos, algunos llevaban en el asiento de atrás las enormes pantallas que con mil y una dificultades lograron hacer que cupieran, otros en el asiento del copiloto portaban las cajas con los carísimos perfumes y tenis de marca popof, los refractarios de lujo para la señora que ni sabe cocinar, pero que quiere que su cocina luzca como las que ve en Master Chef, además, es una ganga, 18 meses sin intereses.
De pronto, mientras el rojo permanece en todo su esplendor, un ejército de vendedores ambulantes se arrejunta a los coches y camionetas a ofrecer los patitos que se prende en el cabello, peluches de todo tipo, un Elmo que se puede manipular como marioneta, las mandarinas y aguacates, al igual lo hace, el centroamericano que con su cartulina sin importar las faltas de ortografía, te informa que tiene hambre y su familia que le aguarda en el camellón también, hay actos de acrobacia mejores que los del Cirque du Soleil, un audaz limpiaparabrisas con tal de alcanzar el centro del vidrio frontal, se arroja al cofre del Lotus, mientras los conductores y sus compañeros suben el cristal de sus vehículos, otros fingen no verlos, y los peores experimentan cierta repugnancia por su presencia.
Tal imagen, trajo a mi memoria miope la letra de Fast Car, esa canción que en 1988 escribió Tracy Chapman, incluida en su álbum homónimo con el que debutará. A ritmo de balada, la canción trata sobre las dificultades que las mujeres afroamericanas en la década de los ochentas vivían, desprotegidas y sin encontrar un empleo digno, es por eso por lo que la letra dice: You got a fast car. I want a ticket to anywhere, maybe we make a deal, maybe together we can get somewhere, any place is better (Tienes un auto rápido. Quiero un boleto para cualquier lugar, tal vez podamos hacer un trato, quizás juntos podamos llegar a algún lado, cualquier lugar es mejor).
Así esa gente, con ilusión, mira a los coches que siempre llevan prisa detenerse unos cuantos segundos gracias al rojo del semáforo, con la esperanza de vender algo para contribuir con la comida de casa, pero de lo mal que se sienten los chóferes al verlos, prefieren mantenerlos en el anonimato de sus vidas y hacer como si en realidad no existieran, mientras los vendedores continúan rifándosela, soportando las inclemencias del Astro Rey sin ningún bronceador con descuento ni una purificada agua embotellada comprada en “El Buen Fin”.
Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.