Por Carlos Ramírez Vuelvas
I
Hay un hombre que come bicarbonato, de manera compulsiva, debajo de una parota. Es la carretera de Comala a Colima y es un verano que a la sombra ofrece unos 30 grados centígrados. Impasible, el hombre viste un saco deportivo sobre una camisa polo y un pantalón de pana. En una de las bolsas de su saco se encuentra su objeto más preciado: otra bolsa llena de bicarbonato, de la que cada cuando saca puños que luego se come sin discreción.
Ese hombre es Emmanuel Carballo.
Faltan 15 minutos para las 4 de la tarde en el verano de Colima y Carballo hace tiempo para comenzar la sesión sobre narrativa mexicana, mientras come otro puño de bicarbonato, que asegura es buenísimo para la digestión.
Algo sabrá del tema.
Esa imagen que conservo de Emmanuel Carballo debajo de una parota comiendo bicarbonato, es del 2001. Por ese tiempo, el crítico literario, autor de Protagonistas de la literatura mexicana, trabajaba en la lectura ecuménica de las letras mexicanas del siglo XIX, sobre todo de los novelistas que le parecían poco atendidos por los estudios literarios.
Duro y certero, sin muchos ambages, durante el taller que Emmanuel Carballo impartía, solo disgregaba un poco para señalar errores y limitantes de la narrativa mexicana del siglo XIX.
Estaba, como se dice, en el ajo del tema, y sus lecturas confirmaban el carácter canónico de Ignacio Manuel Altamirano, de Manuel Payno, de Vicente Riva Palacio, de Joaquín Fernández de Lizardi y de Manuel Gutiérrez Nájera. Algún otro autor, pero no más.
Luego sentenciaba con parsimonia sapiencial los textos de los asistentes al taller: o te atreves a escribir o abandona este oficio. Ni pierdas el tiempo.
¿Cuánto bicarbonato se necesita para leer con calma el Diecinueve mexicano, pilar de nuestro siglo de la modernidad?
II
En el 2001, el libro en el que Emmanuel Carballo trabajaba era Diccionario crítico de las letras mexicanas en el siglo XIX, un valioso concentrado de hipótesis y juicios argumentados sobre escritores mexicanos de ese periodo.
Publicado por la Editorial Océano y Conaculta, Carballo debió presentar Diccionario crítico de las letras mexicanas en el siglo XIX alrededor del 2004. En esa ocasión me sorprendió su vivacidad y su memoria: no solo me recordaba, me preguntó por mi tesis sobre el poeta colimense, Balbino Dávalos.
Desde hacía varios años, Carballo intercalaba su vida académica entre la Universidad de Guadalajara y la Universidad Nacional Autónoma de México, donde fue enterado de los avances que se hacían para rescatar la vida y obra de Dávalos.
La noche en la que Carballo presentó su Diccionario crítico, me confió que no había realizado una labor de archivo para su libro, pero había profundizado en lecturas minuciosas a los autores que había reseñado. Había dejado fuera de su examen a autores como Balbino Dávalos, que no figuraban como escritores principales en el canon de las letras mexicanas.
Pero Carballo estaba interesado en lo que hacían “los jóvenes escritores de Colima”. Un buen amigo, David Ávalos Chávez, y yo, le dijimos del proyecto que entonces laborábamos, el suplemento cultural Zafra, del periódico Milenio.
Como a nosotros, a Emmanuel Carballo le gustó la sonoridad del nombre, pero le chocó su aire provinciano. Nos felicitó por una sección aislada del impreso: “Paliques”, donde dábamos palos de ciego por puro gusto y amor al arte.
Luego nos dio una entrevista donde narró una anécdota deliciosa.
Emmanuel Carballo sería un joven de unos 14 años. Enfebrecía con la adolescencia y era un rebelde sin causa. En un arrebato, discutió con sus padres, tomó una mochila, un par de cambios de ropa, libros y salió de casa. Abordó un camión en Guadalajara con rumbo a Manzanillo.
En la epifanía de una tarde, frente al mar de la Bahía de Santiago, en una habitación del antiquísimo hotel del mismo nombre de la bahía, Emmanuel Carballo signó uno de los momentos más interesantes de la literatura mexicana del siglo XX: le confesó al océano que a partir de entonces se consagraría a escribir.
III
Veo de nueva cuenta a Emmanuel Carballo, ahora en Ciudad Universitaria.
A su porte casual y elegante se agrega una corbata. Los investigadores del Instituto de Investigaciones Filológicas le hablan con cordialidad, le rinden, con discreción, reverencia y culto. Lo escucho a la distancia: habla lo mismo autores noveles como de Agustín Yáñez, de fundadores de la literatura mexicana, como Justo Sierra, o de algunas anécdotas sobre Alfonso Reyes y Octavio Paz.
En un instante que el tumulto ha dejado solo a Carballo, me acerco a saludarlo. Toma mi mano con énfasis. Me pregunta por la “gente de Colima”. Me pregunta nuevamente por mi tesis sobre Balbino Dávalos, de la que me pide un ejemplar. Piensa ampliar su Diccionario crítico. Ha regresado el agobio de los investigadores. De manera apresurada, me despido de él.
Entre los pasillos de CU, recuerdo la relación de Carballo con Colima, asentada en varios proyectos literarios, como la colección de Ensayo y crítica literaria del siglo XIX, editada por el Centro de Estudios Literarios de la Universidad de Colima y el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM; el taller de entrevista que impartió a periodistas y escritores colimenses, que dejó como fruto varios libros (también editados por la Universidad de Colima) sobre protagonistas actuales de las letras mexicanas; además, de los muchos cursos, seminarios y talleres que aquí impartió.
Era, sin duda alguna, un amigo de nuestra literatura.
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