Por José Luis Larios García
Las memorias de nuestra vida forman parte de la cotidianidad, a veces los recuerdos se nutren de un sinfín de cosas, suelen ser pertinentes para anhelar el pasado, añorar la felicidad con la familia, amigos o compañeros de escuela, quizás todo depende del estado de ánimo de la persona.
Así me paso hace unos días, cuando mi querida familia y algunos amigos acudimos a visitar a Nuestra Señora del Rosario de Talpa de Allende. Es un pueblo mítico a donde asiste una multitud de feligreses católicos, quienes veneran e imploran a la Santísima Virgen que interceda ante Dios con el fin de curar nuestros pesares o enfermedades.
Por muchos años viajé a Talpa con mis abuelos maternos, Crispín García Vázquez y María Luisa Velázquez Camarena –que en paz descansen–, fueron los que me inculcaron a visitar el recinto sagrado. No obstante, sus calles, edificios y plaza principal, me trajeron recuerdos de mi niñez, a fines de los ochenta del siglo XX. Seguramente porque aún permanece la ermita conocida como Cruz de Romero, los jacales rústicos para degustar alimentos y el mirador de Cristo Rey.
Sin duda, una travesía de lo más arriesgado ingresar al pueblo en esos años, pues, recorríamos los caminos estrechos de terracería y las barrancas del cerro de “La campana”. A todo esto, el último carro que salía de Talpa con la bandera blanca era la señal esperada de los peregrinos para lograr entrar a dicho lugar.
En Talpa de Allende, encontré a mis abuelos maternos, caminado en las callejuelas de Cristo Rey. Mi querido abuelo apretó fuertemente mi brazo como si fuera la última vez que nos veríamos; me agarró de la mano y yo al lado de él, subimos la cima del pronunciado cerro. Mientras tanto, la abuela recorrió una cuadra y prefirió ir a descansar al mesón, pues no aguataba los dolores de pies porque padecía diabetes, quizás fue por eso. Durante el camino, mi abuelo, alias “Don Tinaco”, –así le decían en Coquimatlán–, me platicaba lo difícil que es la vida, siempre trabajó en el campo –lo recuerdo con su capote y huaraches de correa que él mismo elaboraba–.
En la cima del cerro divisamos a los peregrinos de a pie, surgen de los senderos de la Cruz de Romero a paso lento, con sus bastones de otate, conocidos como “burritas”, las cuales sirven de apoyo para evitar un accidente al andar. Algunos vienen en caravana de Colima, otros del Sur de Jalisco, es una fe incomparable que se ve a simple vista.
Después de todo el trajín y de un buen rato en Cristo Rey, bajamos al mesón, ya que mi abuelo se veía impaciente y su rostro desencajado, no es por demás, no concebía el deterioro físico de mi abuela. Por fortuna había mejorado bastante de su malestar; sin embrago, ya tenía listo el almuerzo preparado que hizo en el anafre de hojalata, eran sopitos de masa y café de olla. Lo más gratificante eran las risas y anécdotas de los compañeros de viaje, por cierto, la mayoría compartía sus alimentos, hasta Don Raúl, el dueño del camión de Coquimatlán.
Luego, por la calle principal vimos a los vendedores de ramos de manzanilla, la flor expide un olor característico, mezclándose con los sabores del dulce tradicional de guayaba. De este modo, procuramos entrar a la parroquia, pero la multitud de personas nos impidió llegar hasta el altar. No importa, desde lejos vimos la silueta de la virgen María, adornada con arreglos florales y cirios labrados. Oramos con fervor ante la inmaculada para que intercediera por el bien de todos nuestros deudos y de paso regresar sanos y salvos. Por último, acudimos al templo de San José, protector de las causas difíciles.
Se hizo la hora de retornar a Colima, me despedí de mis abuelos, se quedaron en la plaza principal, rodeados de la muchedumbre; ella con un vestido estampado con flores de rosas de castilla y sevillana cubriendo su cabello, mientras él bajaba el sombrero por respeto al espacio consagrado. Cada vez me alejaba de los recuerdos, de sus olores y vestiduras, fue un sentimiento de felicidad y paz. Si bien, todo fue una remembranza de mi pasado, tengo la ilusión de regresar a Talpa y encontrarlos en el mismo lugar, dormir en petate, recorrer las banquetas con ellos, aunque sea en mis memorias de vida.
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