Babel
Por Jorge Vega
Me pregunto cuántos de nosotros, una vez cruzado el umbral de los 40 años, podemos hacer un balance de lo vivido y afirmar que hemos marcado la diferencia. Que cumplimos esa promesa personal hecha en la infancia, en la adolescencia, de no ser como tal o cual persona, de cumplir ciertos planes, ciertos sueños, y no desviar el camino.
La vida es tan fugaz, tan cambiante, tan impermanente, que una vez en el país de los adultos es fácil extraviarse y terminar colgado de pequeños sueños, que con el tiempo se han convertido en dolorosas o terribles pesadillas.
Leo entrevistas hechas a jóvenes, en las que hablan de marcar la diferencia con lo que harán el resto de su vida. Los veo luminosos, plenos, sin una sola de las arrugas que nos van dejando los desencuentros, las comprensiones, las pérdidas. Era tan fácil en la juventud creer que con un poco de esfuerzo podríamos lograr un mundo mejor. Aún no sabíamos de dragones, serpientes de cien cabezas ni de sombras atrapadas en el pasado.
Los actuales, como dicen esas personas que estudian con seriedad y disciplina las sociedades, son tiempos de egoísmo, de superficialidad. Son terrenos lodosos, con niebla, en los que cada quien habla el lenguaje de su propio ego, como en la mítica Babel, donde nadie tiene los oídos abiertos y en los que se vuelve confuso saber qué diferencias marcar.
Tal vez ese marcar la diferencia, ahora, sean las pequeñas acciones que nadie ve: pagar las cuentas de alguien en problemas sin pedir nada a cambio, rescatar una mascota que alguien más tiró a la calle, recoger una cáscara de plátano o de mango arrojada a la acerca. Acciones pequeñas que, confrontadas con la eternidad, pueden realmente marcar la diferencia andando el tiempo, como la mariposa que aletea en china y genera una tormenta en Colima.
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