Inteligencia artificial y aprendizaje personalizado
Por Juan Carlos Recinos
A Paola y Leticia
La niña está sentada frente a una tableta. No hay pizarrón, ni tiza, ni la sombra cálida de una mano que escriba su nombre. La pantalla la observa con una neutralidad perfecta: detecta sus aciertos, mide su velocidad, ajusta la dificultad según sus respuestas. El maestro, a unos metros, vigila que el sistema no falle, que la conexión se mantenga estable, que las barras de progreso avancen. No hay diálogo; hay monitoreo. No hay historia compartida; hay datos que fluyen hacia un servidor anónimo.
Esta escena, que para algunos encarna el futuro de la educación, es en realidad un laboratorio de control. La promesa de un aprendizaje “personalizado” se apoya en la idea de que un algoritmo puede conocer mejor al estudiante que cualquier ser humano. Sin embargo, lo que personaliza no es el sentido, sino la ruta de contenidos; no es la experiencia vital, sino el rendimiento medible. La educación deja de ser un encuentro entre personas para convertirse en un intercambio entre un usuario y un sistema.
En un país como México, donde las desigualdades no son accidentes sino estructuras sólidas, esta transformación tiene un peso distinto. La brecha tecnológica no es solo un problema de acceso: es un síntoma de una fractura social que se profundiza cada vez que una escuela rural recibe promesas de conectividad que nunca llegan, o que llegan a medias.
Hablar de inteligencia artificial en comunidades donde la electricidad es inestable y el agua escasea no es un proyecto de equidad: es una operación de propaganda. No hay algoritmo que compense la ausencia de un maestro comprometido, ni pantalla que reemplace la interacción humana que sostiene el aprendizaje en contextos adversos.
Latapí advirtió que la educación es un pacto social que implica responsabilidad mutua entre el Estado y sus ciudadanos. Ese pacto se rompe cuando la política educativa se reduce a introducir tecnología sin acompañarla de justicia social. César Coll insiste en que el conocimiento se construye colectivamente y requiere mediación humana; el aprendizaje no surge de la simple exposición a contenidos, sino del diálogo, la discusión y la interacción con otros. El modelo algorítmico, al encapsular a cada estudiante en un flujo individualizado de información, erosiona precisamente ese carácter social del aprendizaje.
La tecnocracia educativa, como ha señalado Díaz Barriga, transforma al maestro en un operador técnico y a la enseñanza en un conjunto de métricas que deben cumplirse. La calidad se mide por la exactitud y la velocidad de las respuestas, no por la capacidad de un estudiante para pensar de forma crítica, para cuestionar lo que se le presenta.
Este enfoque alimenta la ilusión de que la educación es un proceso mecánico que puede optimizarse como una cadena de producción, cuando en realidad es un proceso vivo, con pausas, dudas, conflictos y descubrimientos que ningún algoritmo puede programar.
En la sociedad del rendimiento descrita por Byung-Chul Han, la autoexplotación reemplaza a la explotación externa. Los estudiantes, monitoreados en tiempo real, se comparan con sus propios registros, ajustan su conducta para mejorar sus métricas y, sin darse cuenta, internalizan una forma de control que ya no necesita vigilancia externa: es su propia voz la que les exige más velocidad, más precisión, más eficiencia. El aula se convierte en un gimnasio de la mente donde no se entrena la reflexión, sino la resistencia a cuestionar.
Los futuristas imaginan un mundo donde la inteligencia humana y la artificial se integran de forma inseparable y una “singularidad” supera las limitaciones biológicas de nuestra mente. Pero esa visión omite una pregunta crucial: ¿quién controlará esa fusión?
Si la educación algorítmica se desarrolla bajo las condiciones actuales —desigualdad, concentración de poder, privatización de datos— la singularidad no será un acto de liberación, sino un perfeccionamiento del control. Será la colonización invisible de la mente desde su infancia.
La inteligencia artificial aplicada sin un marco ético sólido hace exactamente lo contrario: reduce la duda, silencia la crítica, ofrece respuestas sin contexto. Hace casi un siglo, en 1926, Bertrand Russell defendió que el valor central de la educación es enseñar a dudar de lo incuestionable.
El estudiante aprende a confiar en un sistema cuya lógica desconoce y cuya autoridad no se discute. Y así, la capacidad de disentir se debilita antes de haber alcanzado su madurez. En este modelo, lo que se llama “personalización” es una estrategia de aislamiento. Cada estudiante avanza en un camino individual donde no hay fricción con lo diferente, donde la diversidad se traduce en perfiles de usuario y no en conversaciones reales.
La escuela, que debería ser un laboratorio de lo colectivo, se fragmenta en archipiélagos de soledades eficientes. Y el niño que nunca aprende a debatir, a convivir y a resolver conflictos, no se forma como ciudadano: se entrena como consumidor dócil. La tecnología no es en sí misma enemiga de la educación. Puede ser herramienta, puente, amplificador. Pero cuando se convierte en el núcleo del proceso, desplaza lo que no puede medir: la empatía, la curiosidad, el sentido de comunidad, la capacidad de imaginar otros mundos posibles. Una educación que delega su corazón a un algoritmo corre el riesgo de convertirse en una coreografía perfecta de obediencia silenciosa.
Defender la educación humana no es nostalgia: es una exigencia política. Significa proteger el derecho a aprender con otros, a equivocarse sin que eso se traduzca en una penalización automática, a hacer preguntas que un sistema no sabe responder.
Significa entender que la inteligencia artificial, sin justicia social ni mediación crítica, no es progreso: es una versión más sofisticada de la misma desigualdad de siempre. El día que el maestro desaparezca y el aula se disuelva en perfiles de usuario, habremos perdido algo más que un modelo pedagógico. Habremos renunciado a la posibilidad de que la escuela sea un espacio de emancipación y no de domesticación. Y para entonces, quizás, ya no recordemos que la educación alguna vez fue, un acto de libertad.
Pero no es sólo que la escuela se convierta en una fábrica de obediencia; es que este modelo, bajo la bandera de la innovación, cimenta con cemento fresco la desigualdad estructural. La inteligencia artificial no nivela, sino que reproduce y exacerba las brechas: quien tiene acceso a un maestro humano que desafía, que provoca, que acompaña, aún puede soñar; quien queda atrapado en el algoritmo, sin interlocución real, sólo habita un simulacro de aprendizaje, una jaula de datos que define su horizonte y limita su mirada.
En esta nueva era, la infancia no sólo pierde al maestro, pierde también la palabra como arma de resistencia. Las preguntas incómodas, los desacuerdos que generan cambio, las conversaciones que desgarran certezas, son trituradas por la lógica binaria del algoritmo: acierta o falla, avanza o se detiene. No hay espacio para la ambigüedad ni para el error creativo. Y así, la educación se transforma en un silencioso genocidio cultural: el exterminio paulatino de la capacidad de pensar distinto.
Y mientras los gobiernos venden esta “modernización” como un logro, las escuelas rurales, las comunidades marginadas, las voces disidentes, se hunden en un abismo donde la educación es mera transmisión de datos, no formación humana. Este despojo no es casual; es la manifestación de un proyecto político que entiende la educación como instrumento de control social, no como motor de emancipación.
Porque, al final, la inteligencia artificial no es un ente neutral: es un espejo que refleja las intenciones de quienes la diseñan y financian. En manos de quienes privilegian el orden y la rentabilidad, la IA se convierte en un disciplinador invisible que refuerza las jerarquías existentes y desmantela la promesa de igualdad.
Quien piense que la tecnología, sin un compromiso ético y político firme, liberará la educación, ignora la historia que nos advierte: las máquinas no liberan, los hombres y mujeres sí. La inteligencia artificial, desatada sin conciencia crítica, no es el futuro de la educación; es su epitafio. Y ese epitafio, escrito en código binario, será la tumba donde sepultemos para siempre el derecho a aprender como seres libres, plenos, humanos.
Bibliografía
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– Bourdieu, P., & Passeron, J.-C. (1970). La reproducción. México: Siglo XXI.
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