Educar en tiempos de naufragio: justicia, humanidad y futuro
Por Juan Carlos Recinos
La educación contemporánea se encuentra en un punto de inflexión histórico. Nunca antes los discursos sobre la transformación escolar habían sido tan ruidosos, ni las evidencias del fracaso tan estrepitosas. Mientras se multiplican los diagnósticos y las estadísticas, el aula —ese espacio concreto donde se decide si un niño aprenderá a leer, si una joven encontrará en el conocimiento una posibilidad de libertad, si un docente tendrá fuerza para resistir— sigue desmoronándose entre grietas de desigualdad, cansancio y simulación. Educar, en nuestros días, es remar contra el naufragio.
La primera herida, imposible de ocultar, es la brecha digital. Se nos dijo que la tecnología era el gran igualador, el puente hacia la modernidad. Pero lo que vemos es lo contrario: los más pobres permanecen desconectados, mientras los privilegiados convierten los algoritmos en escalera de ascenso social. Bertrand Russell advertía que toda herramienta humana puede ser usada tanto para liberar como para esclavizar; la inteligencia artificial es hoy la confirmación de su profecía. ¿Qué significa “inclusión” cuando millones de estudiantes apenas tienen electricidad, cuando el aprendizaje depende de la velocidad del wifi, cuando los dispositivos reproducen el clasismo con pantalla táctil?
A esta herida se suma la crisis de aprendizajes post-pandemia. La escuela cerró, pero el Estado no supo cómo abrir otros caminos. Niños que dejaron de leer, adolescentes que no regresaron jamás, docentes que improvisaron desde la desesperación. Hoy se miden las pérdidas como si fueran mercancías: puntos menos en pruebas estandarizadas, porcentajes de rezago, cohortes truncas.
Pero la verdadera pérdida no cabe en las gráficas: es el desencanto de quienes ya no esperan nada de la escuela, la fractura de un vínculo social que debería ser la raíz misma de la esperanza. El tercer desafío es la educación inclusiva y la diversidad. Nos gusta repetir el eslogan de “nadie atrás, nadie fuera”. Sin embargo, el aula mexicana —y latinoamericana— sigue siendo un espacio donde la diferencia incomoda. Estudiantes indígenas obligados a olvidar su lengua, niños con discapacidad sin apoyos reales, migrantes invisibles.
Gil Antón ha insistido: “la retórica oficial se apropia del lenguaje de la equidad mientras sostiene estructuras que lo contradicen”. La inclusión, más que un derecho, parece una palabra vacía que sirve para aplacar conciencias. Y, sin embargo, la verdadera riqueza de la educación radica en reconocer que la pluralidad humana no es un obstáculo, sino el único camino hacia lo universal.
Todo esto coloca en el centro a la formación docente en contextos de incertidumbre. El maestro no es un burócrata del aula ni un engranaje que ejecuta planes de estudio diseñados desde un escritorio. El maestro es, como decía Latapí, “el rostro humano del sistema educativo”. Pero hoy ese rostro está cansado, precarizado, asfixiado por tareas administrativas inútiles y políticas que lo usan como chivo expiatorio de todos los males. Se exige innovación mientras se niegan condiciones mínimas para crearla. Se le ordena enseñar pensamiento crítico en aulas sin libros, con salarios que obligan a un segundo empleo.
La verdadera transformación educativa nacerá cuando el maestro recupere su dignidad y su autonomía, no cuando se le imponga una reforma curricular cada sexenio.
Hablar de educación en el siglo XXI es hablar también de un mundo al borde del colapso. No se trata de agregar un tema transversal al currículo ni de pintar de verde las paredes de las escuelas. Se trata de un cambio radical en la forma de concebir la vida. El colapso climático nos está diciendo que el tiempo de la educación complaciente terminó: o formamos ciudadanos capaces de imaginar otros modos de habitar el mundo, o condenamos a las futuras generaciones a la extinción. El currículo debe dejar de ser un listado de contenidos y convertirse en una invitación a pensar lo impensable, a cuestionar la forma en que producimos, consumimos y destruimos.
La educación, hoy, no puede limitarse a transmitir conocimientos ni a reproducir competencias laborales. Debe ser, más que nunca, un acto de resistencia. Resistir contra la desigualdad tecnológica, contra la banalidad de los indicadores, contra la exclusión disfrazada de inclusión, contra la precarización docente, contra el suicidio ecológico. Y, en esa resistencia, redescubrir lo que Russell nunca dejó de recordarnos: que la tarea más alta de la educación es enseñar a vivir sin certezas, pero sin miedo.
Educar en tiempos de naufragio no es salvar el barco, porque tal vez ya se hundió. Es, quizá, aprender a nadar en aguas turbulentas, a tender la mano al que se ahoga, a construir pequeñas islas de sentido donde los niños, los jóvenes y los maestros puedan seguir creyendo que el conocimiento no es una mercancía, sino la última forma de dignidad humana.
En México, la costumbre política dicta que cada sexenio debe inventar una nueva escuela, como si bastara con rebautizar la ruina para convertirla en promesa.
Hoy nos quieren convencer de que la Nueva Escuela Mexicana es una revolución pedagógica, cuando en realidad no es más que el mismo esqueleto de siempre: un sistema cansado, vacío y cínico, maquillado con palabras que suenan bien en un mitin.
Bertrand Russell lo advirtió hace un siglo: la mayor desgracia de los sistemas educativos es que rara vez buscan la verdad; más bien buscan domesticar al individuo para que encaje en el molde del poder. La Nueva Escuela Mexicana confirma este diagnóstico con precisión quirúrgica. Habla de “pensamiento crítico” mientras uniforma el currículo en un catecismo político. Habla de “formación integral” mientras condena a los maestros a la obediencia y al relleno de formatos. Habla de “inclusión” mientras los niños siguen en aulas sin agua, sin libros y sin condiciones mínimas para aprender.
El espectáculo es grotesco: se presume una transformación histórica mientras los estudiantes siguen abandonando la escuela, los jóvenes se hunden en el desempleo y los docentes sobreviven con salarios que ofenden. La “novedad” no está en las aulas, sino en el discurso. Se habla de “comunidades de aprendizaje” mientras se impone la misma centralización asfixiante. Se pronuncian palabras como “sostenibilidad” y “justicia” mientras la realidad cotidiana desmiente cada sílaba.
La tragedia es que esta reforma no es nueva ni es escuela: es otra máscara sobre el mismo cadáver. Una máscara que se cae en cuanto se cruza la puerta de un aula rural sin electricidad, en cuanto se observa a un niño que nunca ha tenido un libro propio, en cuanto se escucha a un maestro agotado que intenta enseñar pensamiento crítico con pizarrones rotos y tiza humedecida.
La educación que doméstica en lugar de liberar es solo una prisión con pupitres. La Nueva Escuela Mexicana es exactamente eso: una prisión con eslóganes. Y nada más.
Educar en tiempos de naufragio: justicia, humanidad y futuro no es un lema: es una advertencia. El barco de la educación mexicana se hunde no por falta de discursos, sino por exceso de simulación. Y mientras los gobiernos se entretienen en renombrar el naufragio como “Nueva Escuela Mexicana”, los maestros siguen remando solos y los estudiantes beben agua salada en vez de conocimiento.
Pero aun en medio del hundimiento, la educación conserva su dignidad más feroz: es el acto humano de sostener al otro para que no se hunda, de abrir un libro como quien abre un salvavidas, de encender una chispa de pensamiento libre aun cuando todo alrededor sea oscuridad. Educar en tiempos de naufragio significa entender que no se trata de salvar un sistema podrido, sino de salvar a las personas que ese sistema traiciona: los niños que merecen pan y libros, los jóvenes que merecen esperanza, los maestros que merecen respeto.
No hay futuro sin justicia educativa, no hay justicia sin humanidad, y no hay humanidad posible sin una educación que se atreva a ser rebelde, crítica y profundamente libre. Ese es el único criterio que importa: educar no para domesticar, sino para liberar; no para obedecer, sino para vivir.
Bibliografía
Antón, G. (2019). Educación, inclusión y desigualdad: discursos y prácticas en América Latina. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.
Latapí, P. (2018). El rostro humano de la educación: maestros y sistema educativo en México. México: SEP-UNAM.
OECD. (2020). Education responses to COVID-19: Embracing digital learning and equity challenges. París: OECD Publishing.
Russell, B. (1932). Education and the social order. Londres: George Allen & Unwin.
UNESCO. (2021). Informe de seguimiento de la educación en el mundo: Brecha digital y desigualdad educativa. París: UNESCO.
UNESCO. (2022). Educación para la sostenibilidad: Perspectivas y desafíos globales. París: UNESCO.
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