Sáb. Dic 6th, 2025

COLUMNA: Especulario

Por Redacción Sep8,2025 #Opinión

FoMO: Radiografía de una infraestructura afectiva

Por Antar Martínez-Guzmán

Cada día desfila por nuestras pantallas una interminable sucesión de escenas donde se muestran momentos (por lo que se ve) luminosos de la vida de una multitud de personas. Entrenar en el gym, pasear a la mascota, caminar por una playa remota, recibir un título académico o un ascenso laboral, asistir en una reunión exclusiva, leer bajo la luz tenue de una lámpara, brindar con amistades en un sitio de moda… todas parecen estampas coleccionables con que las personas buscan presentarse ante una nebulosa audiencia que se intuye del otro lado del dispositivo. La retahíla de escenas tiende a inundar nuestro campo perceptivo y genera un efecto que va más allá del simple merodeo voyerista por vidas ajenas; parece convertirse en una sensación de incitación tácita o precepto velado. Si estamos trabajando, inmersos en el ajetreo de la rutina, aparecerá el apremio a pausar, respirar, auto-consentirnos y “vivir el momento”. Si, en cambio, estamos en un momento de ocio y descanso, irrumpen las exhortaciones a activarnos, a aprovechar productivamente el tiempo, a perseguir todos esos proyectos que nos esperan ahí afuera. En medio de esa cascada de estímulos se instala la peculiar sensación de que lo verdaderamente importante ocurre en otra parte; siempre hay algo que deberíamos estar haciendo y no hacemos, algún espacio al que no hemos llegado, una vivencia que se nos está escapando.

En este clima de ansiedad difusa tan frecuente en las redes digitales se populariza el término Fear of Missing Out (FoMO, por su acrónimo): temor a quedarnos al margen de experiencias significativas, aprehensión porque otras personas puedan estar pasando por momentos gratificantes o relevantes en los que no estamos presentes, sospecha constante de que las cosas importantes de la vida no están aquí. En algunos textos académicos el término ha sido traducido al español como “miedo a perderse experiencias” aunque -si hubiera que traducirlo- me parece más acertado hacerlo como “miedo a estarse perdiendo de algo”. La perífrasis verbal en gerundio que indica una acción en curso -algo que está ocurriendo en el momento en que se habla-, parece evocar mejor esa sensación persistente y esparcida en la vida cotidiana; ese “algo” no remite a una experiencia concreta, sino que transmite el carácter vago e indefinido de ese horizonte de supuestas posibilidades.

A primera vista, FoMO podría parecer una de esas expresiones fugaces e insustanciales que se ponen de moda y fenecen continuamente en las aceleradas culturas digitales. Pero el término no tardó en hacerse un lugar en el diccionario Oxford de la lengua inglesa y paralelamente comenzaron a aparecer publicaciones en revistas especializadas, otorgándole el estatus de objeto psicológico digno de ser estudiado. Siguiendo las inercias psicologizantes de nuestra época, pronto fue traducido al lenguaje de la patología, convertido en síntoma, factor riesgo o trastorno a ser diagnosticado y abordado clínicamente. Una somera exploración por buscadores académicos muestra que abundan los estudios que miden la prevalencia del FoMO en adolescentes, que lo vinculan con ciertos rasgos de personalidad o que exploran su comorbilidad con “trastornos mentales” como la ansiedad o la depresión. Así, el concepto ha sido rápidamente asimilado por la “cultura psi” predominante, que se ocupa de caracterizarlo en clave de dis/función comportamental, de fijar criterios diagnósticos y de asociarlo a un abanico de síntomas con el fin de delimitarlo y tratarlo eficazmente.

Pero podemos interrogar el fenómeno desde otra perspectiva: preguntarnos qué nos indica su propagación y su rápida adopción en el lenguaje popular y académico; qué nos dice sobre las tensiones socioemocionales de la actualidad. Podemos pensar el FoMO como un significante que condensa un conjunto de lógicas afectivas que vivimos como íntimas y personales, pero que también intuimos como extendidas y compartidas. No se trata de un ente psicológico aislado, de un nuevo desorden afectivo o comportamental bien delimitado que de pronto brota entre la población, sino de una expresión derivada de ciertos regímenes de poder sobre los vínculos sociales y sobre nuestra propia subjetividad. Lo que suele experimentarse y caracterizarse como una problemática psicológica individual es en realidad una configuración afectiva colectiva, producto de un entramado de políticas relacionales, entornos digitales y representaciones culturales que lo hace posible. Puesto así, el fenómeno nos revela, una vez más, cómo lo personal se entrelaza de manera inescindible con lo político. Y en este punto el pensamiento feminista, que conoce bien esta relación, puede ayudarnos a examinar el asunto críticamente.

La teórica cultural Sarah Ahmed y otras pensadoras en el campo de los estudios del afecto permiten dar un giro a la comprensión de las emociones para concebirlas, ya no como estados psico-físicos internos o experiencias privadas, sino como fuerzas circulantes, sociales y materiales, que configuran formas de interacción con nuestro entorno, con otras personas, con los objetos. Las emociones se entienden como procesos relacionales, siempre situados en contextos socio-históricos de donde adquieren significado. Se configuran y circulan a través de imágenes, narrativas, objetos, gestos, dinámicas de interacción; una publicación en redes sociales no sólo comunica información, sino que “afecta” a quien la observa (puede generar envidia, complicidad, sentimientos de proximidad o de inadecuación). Ahmed utiliza la metáfora de los afectos como adhesivos que se “pegan” a los sujetos, los cuerpos, los objetos o a las figuras sociales, les revisten con ciertas cargas emocionales. La publicación de alguien disfrutando en una fiesta, logrando una meta o presumiendo una distinción, se carga de deseo, al mismo tiempo que despierta en quien observa una sensación da falta o carencia. No es que la emoción provenga de dentro de las personas o pueda delimitarse a los individuos particulares (ej. la inseguridad de fulanito o sutanita), sino que emerge y cobra sentido en el marco de esas particulares formas de interacción, organizadas y mediadas de cierta manera.

En estas dinámicas establecen fronteras y se generan formas de inclusión/exclusión; quién pertenece, quién queda fuera, quién se siente integrado o rechazado, quién sale en la foto, quién recibe “like”. De modo que la exposición compulsiva de imágenes y relatos en redes sociales puede producir simultáneamente un sentido de comunidad (“estamos conectados, formamos parte de”) y de exclusión (“yo no estoy ahí, me lo estoy perdiendo”). Además, tienen el efecto de movilizar reacciones y activar respuestas para intentar pertenecer, para buscar no quedar relegado o para escalar en los juegos de jerarquías y rangos que se constituyen afectivamente en estos espacios. Así, los afectos circulan entre sujetos, objetos, prácticas y relaciones, creando atmósferas colectivas y estableciendo una suerte de infraestructura afectiva de la vida social.

En el caso del FoMO podemos advertir su conexión con dos mecanismos preponderantes en el orden sociocultural del capitalismo tardío: por un lado, las lógicas de la comparación social, que confrontan constantemente a los individuos frente al espejo (distorsionado) de los demás; por el otro, el imperativo del rendimiento, que convierte cada momento de la vida en una ocasión para demostrar productividad, éxito o satisfacción. Ciertamente, las actuales lógicas de comparación social no son nuevas ni exclusivas de los entornos digitales. La psicología social clásica sabe desde hace tiempo que estas dinámicas son centrales en las sociedades modernas. El psicólogo León Festinger advirtió ya a mediados del siglo pasado que la comparación social es un proceso clave para la formación del autoconcepto y la estimación de la propia valía. Las personas tendemos a compararnos con otras para satisfacer nuestra necesidad de autoevaluación y sopesar nuestras propias capacidades, opiniones e imagen en general. La comparación con frecuencia conduce a los individuos a ajustar conductas y opiniones para encajar en su medio. Y esto ocurre mayor intensidad cuando existe incertidumbre sobre los criterios de evaluación de cualidades y capacidades; es entonces cuando se recurre con mayor insistencia a los referentes sociales.

Está bien documentado que estas lógicas se intensifican y profundizan en los entornos digitales. Las redes sociales multiplican exponencialmente los referentes de comparación y los convierten en una presencia ininterrumpida: no se trata ya del círculo inmediato de colegas, amistades o vecinos, sino de una multitud global y aparentemente inabarcable que exhibe, selecciona y edita sus momentos de esplendor. Además, la incertidumbre sobre los criterios de valía se ve amplificada por algoritmos que privilegian la visibilidad de ciertos cuerpos, estilos de vida y modelos de éxito que, a base de repetición y tendencia, se vuelven normativos, muchas veces asentados en condiciones de desigualdad y exclusión.

El FoMO también se vincula con el imperativo de rendimiento tan característico de las sociedades neoliberales, que se traduce en la exigencia de hacerlo todo, experimentar al máximo todas las posibilidades, ampliar incesantemente el repertorio de vivencias como si fuesen un capital que se acumula, se ostenta y se transforma en estatus. La propia imagen se concibe como un recurso estratégico que debe explotarse y maximizarse. Si en las sociedades liberales clásicas la lógica de rendimiento se circunscribía más claramente al ámbito del trabajo, hoy se expande hacia todas las esferas de la vida: el ocio, el placer, las prácticas de cuidado, incluso la intimidad. Nada queda fuera de esta economía afectiva donde cada experiencia puede traducirse en beneficios para invertir en el mercado de las imágenes personales. Y esto introduce un gesto que trastoca profundamente el orden psicosocial: las experiencias ya no adquieren valor solamente por ser vividas, sino que es necesario exponerlas. La sobreexposición se vuelve norma: compartir, mostrar, publicar. En muchas ocasiones puede sospecharse que es la propia exhibición la que motiva y da sentido a la acción; se trabaja, se viaja, se entrena o se celebra menos por el genuino interés en la actividad en sí, que por la posibilidad de mostrarla en el escaparate de las redes sociales (¡tiempos complejos para la vocación!).

A través de estos mecanismos el FoMO se configura como un afecto que ancla al individuo en circuitos de conectividad y consumo, bien acoplados a la economía del capitalismo digital. El deseo de pertenencia, el miedo a quedar fuera de la escena o de la conversación, se transforman en una propensión a la hiperconexión. Estar en-línea deja de parecer opcional y se siente como una prescripción social, una norma que no actúan por una ley explícita o una imposición forzada, sino sutilmente; con el impulso que sienten los sujetos a la comparación constante y la vigilancia mutua. Pero, como muestran los estudios que empiezan a proliferar, este fenómeno tiene un carácter paradójico: está movido por la búsqueda de integración y sentido de pertenencia, pero intensifica la ansiedad de exclusión y el sentimiento de soledad. La hiperconectividad fomenta un sujeto fragmentado, atrapado en ciclos compulsivos de actualización, incapaz de sostener un compromiso y enfoque claro en su circunstancia presente (con una otredad o consigo mismo), por angustia de perder “algo mejor” que se imagina siempre en otro lugar.

Surgido de la intersección entre psicopolítica y cultura digital, el FoMO opera así como un afecto normativo de nuestra época: el scroll permanente sobre vidas ajenas produce afectos e instala la inquietud de la no suficiencia, coloniza el tiempo y sabotea el experiencia del presente; nos empuja a permanecer siempre expectantes y conectados. Pero no: por más que pretenda la apariencia, sabemos que no es posible estar en “todo, al mismo tiempo, en todas partes”. La fantasía de abarcarlo todo termina al final por derrumbarse en arenas de frustración y sinsentido. Como nos recuerda la tradición filosófica existencialista, son la finitud y la incompletud de la experiencia humana las que le confieren densidad y sentido. El esquivo significante que llamamos libertad no es la persecución de posibilidades infinitas, sino, como sugería Kierkegaard, “el vértigo de la elección”; la tragedia y a la vez la potencia de comprometerse con algo que implica, inevitablemente, la renuncia a tantas otras cosas. Los límites circunstanciales no devalúan la experiencia, sino que le otorgan espesor y singularidad, evitando que quede secuestrada en una marisma de superficies de pantalla.

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antar_martinez@ucol.mx                                               

Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

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