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COLUMNA: La espiral de Elliot

Por Redacción Sep16,2025

La educación mexicana hacia el 2026

Por Juan Carlos Recinos

A Nancy Gabriela

El discurso oficial sostiene que la educación mexicana se dirige hacia un futuro brillante, justo y tecnológicamente competitivo. Así lo reiteró el secretario de Educación Pública, Mario Delgado, en la Mañanera del pasado 12 de septiembre, al anunciar con orgullo que el presupuesto educativo para 2026 alcanzará una cifra histórica de más de 1.1 billones de pesos. Se prometen aumentos del 7.1 % en términos nominales y del 3.4 % en términos reales respecto a 2025. La presidenta Claudia Sheinbaum declaró enfáticamente que ya no se trata de un “gasto” en educación, sino de una “inversión educativa” que permitirá ampliar la cobertura de becas, fortalecer la infraestructura escolar y expandir el acceso a todos los niveles educativos. Pero detrás de esa retórica triunfalista se esconde una realidad que se resiste a ser maquillada con cifras.

Porque mientras en Palacio Nacional se enumeran millones y porcentajes, en las aulas del país persiste el hacinamiento, la precariedad, el abandono institucional. Los maestros siguen enseñando en salones deteriorados, sin materiales suficientes, sin conectividad, con sueldos que no corresponden a la complejidad de su labor. En muchos rincones del país, especialmente en zonas rurales e indígenas, la educación no es una herramienta de transformación, sino un reflejo de la exclusión estructural. Por más que se hable de justicia social y de “nueva escuela”, lo cierto es que las condiciones materiales del sistema siguen ancladas en la desigualdad.

La Nueva Escuela Mexicana -presentada como el modelo redentor del sexenio- se promociona como un proyecto ético, humanista y crítico. Sin embargo, sus fundamentos repiten patrones ya conocidos: centralismo burocrático, contenidos homogéneos impuestos desde el escritorio, participación simbólica de las comunidades educativas, y un discurso educativo que, en nombre de la equidad, niega la diversidad real del país. Lejos de empoderar al estudiante, lo entrena para obedecer. Lejos de formar ciudadanos críticos, lo moldea como sujeto funcional.

No se puede negar que hay avances cuantitativos. Para 2026, se destinarán 185 mil millones de pesos para becas, incluyendo la Beca Universal Benito Juárez, Jóvenes Escribiendo el Futuro y la Beca Rita Cetina, que ahora abarcará también a estudiantes de primaria. Se contempla atender 75 mil escuelas de educación básica mediante el programa “La Escuela es Nuestra”, lo que representaría el 65 % de cobertura. Además, se proyectan 50 mil nuevos lugares en educación media superior, y se fortalecerá la educación superior con 167 mil millones de pesos, distribuidos entre instituciones como la UNAM, el IPN, la UAM, la Universidad Rosario Castellanos y las Universidades para el Bienestar Benito Juárez.

Pero ¿puede llamarse transformación educativa a una política que invierte millones sin transformar la lógica que reproduce el sometimiento pedagógico? ¿Puede considerarse inclusiva una estrategia que promete conectividad mientras millones de alumnos aún carecen de electricidad estable o acceso a internet? ¿Puede hablarse de pensamiento crítico cuando el sistema educativo sigue siendo un aparato de domesticación moral, en vez de una invitación al pensamiento libre?

Michel Foucault advirtió que la escuela es una de las formas más sofisticadas del control moderno: vigila, disciplina, moldea cuerpos y mentes para la funcionalidad social. Y en México, ese diagnóstico no solo se cumple, sino que se institucionaliza. La educación no forma ciudadanos autónomos, sino súbditos del orden establecido. La memorización ha suplantado al diálogo; la repetición, a la reflexión; la obediencia, a la creatividad. La evaluación estandarizada se impone como criterio supremo de éxito, despojando a la educación de toda dimensión ética o comunitaria.

Frente a esta situación, es necesario un cambio que no se limite a cifras ni a reformas decorativas. Lo que está en juego es el sentido mismo de educar. Necesitamos una educación que no se mida en millones, sino en humanidad. Una educación que no se diseñe desde el escritorio del burócrata, sino desde el aula, desde la comunidad, desde la realidad. Necesitamos dejar de hablar de gasto o inversión, y empezar a hablar de justicia educativa.

Educar no es solo transmitir conocimientos: es liberar conciencias. Como lo afirmó Paulo Freire, la educación debe ser un acto de libertad, no de domesticación. La verdadera transformación educativa en México no comenzará cuando se incrementen los presupuestos, sino cuando se descentralice el currículo, se respete al maestro, se escuche a las comunidades, y se ponga el pensamiento ético en el centro del aprendizaje.

Porque no se trata de rechazar los avances tecnológicos, sino de preguntarnos para quién son, con qué fin, bajo qué condiciones. No se trata de becar a los estudiantes mientras sus escuelas se derrumban, ni de inaugurar nuevas preparatorias mientras los contenidos siguen promoviendo pasividad intelectual. Se trata de construir una educación que forme personas autónomas, capaces de pensar, de disentir, de transformar su entorno.

Y aquí es donde la retórica oficial comienza a tambalearse. ¿Cómo pueden hablar de inversión histórica cuando el 35 % de las escuelas de educación básica seguirán sin ser intervenidas? ¿Cómo pueden presumir 185 mil millones de pesos en becas si no hay agua potable en miles de escuelas, si no hay baños, si los maestros en zonas marginadas tienen que caminar horas para llegar a una comunidad que no aparece en ningún mapa digital? ¿Cómo pueden hablar de justicia educativa cuando las decisiones se siguen tomando desde el poder central, sin diálogo real con los actores educativos? Los números pueden sonar impresionantes, pero no enseñan.

El dinero puede fluir, pero no forma conciencias. Una cifra histórica no borra décadas de negligencia ni compensa las generaciones que han sido condenadas a sobrevivir en la ignorancia estructural. La educación mexicana hacia el 2026 no está en camino a la transformación, sino al colapso maquillado. No está avanzando hacia la libertad, sino hundiéndose en una lógica de simulación que ya no engaña a nadie.

Porque cuando la política educativa se convierte en una vitrina electoral, cuando los programas se convierten en slogans y los estudiantes en beneficiarios estadísticos, entonces ya no hay educación: hay propaganda. No necesitamos otro sexenio de promesas. No necesitamos más “grandes apuestas” hechas desde el escritorio del funcionario que jamás ha pisado un aula rural. Lo que se necesita es una revolución pedagógica que parta desde abajo, que devuelva la palabra a los docentes, la dignidad a los estudiantes y el sentido a la educación.

Porque si la educación no incomoda, no transforma. Si no libera, no sirve. Y si lo que se pretende es seguir administrando la miseria educativa con discursos sofisticados y presupuestos inflados, entonces no estamos construyendo futuro: estamos asegurando la continuidad de la ignorancia útil. En 2026, o educamos para la desobediencia inteligente, o seguiremos fabricando generaciones domesticadas, incapaces de imaginar otro país posible. La disyuntiva es clara: o escuela para la libertad, o escuela para el poder.

Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

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