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COLUMNA: La espiral de Elliot

Por EFE Oct14,2025 #Opinión

La evaluación: el espejo y la herida del sistema educativo mexicano

Por Juan Carlos Recinos

En el corazón del sistema educativo mexicano, la evaluación académica late como mecanismo de control, legitimación y, en teoría, mejora. Pero también como herida abierta: un dispositivo que, más que medir el aprendizaje, dicta qué debe ser aprendido y quién tiene derecho a aprenderlo. Evaluar es un acto de poder: decide qué conocimiento cuenta, quién lo posee y bajo qué criterios se legitima. La escuela, entonces, no solo transmite cultura: clasifica, jerarquiza y, con frecuencia, excluye.

Históricamente, la evaluación nació de la necesidad de objetivar el aprendizaje: traducirlo en calificaciones, exámenes y porcentajes. Desde la escuela moderna, el ideal positivista impregnó esta práctica: solo lo que podía cuantificarse se consideraba conocimiento válido. Se convirtió en un instrumento técnico, separado de la reflexión ética y pedagógica. Sin embargo, como advierten Perrenoud (1998) y Stiggins (2002), detrás de cada evaluación hay un juicio de valor, una concepción implícita del ser humano y del aprendizaje. Evaluar no es neutro: es acto social, político y moral; quien evalúa interpreta el mundo y a sus sujetos.

Foucault (1975) mostró que los sistemas disciplinarios modernos —la escuela, la fábrica, el hospital— no requieren castigos visibles para ejercer control: basta con registrar, comparar y jerarquizar. Así, el examen no mide solo conocimiento: normaliza, impone modelos de rendimiento y castiga la desviación. En México, pruebas como PLANEA o PISA reproducen esta lógica, clasificando escuelas y territorios y dejando invisibles los aprendizajes que no encajan en sus indicadores. El alumno aprende desde temprano que su valor depende de un número, mientras el docente queda atrapado en la lógica de rendición de cuentas que convierte su tarea formativa en mera producción de resultados.

En el aula, el silencio de la observación sustituye la palabra del diálogo: todos observan y son observados. Frente a esta tradición, Cardinet (1977) abrió una fisura teórica fundamental: evaluar no es un acto puntual, sino un proceso regulador. El error no es falla, sino información sobre el aprendizaje; la evaluación no cierra el conocimiento, lo orienta. Allal (1988) desarrolló la noción de evaluación formativa reguladora: enseñar, aprender y evaluar se vuelve dinámico y circular.

El docente no mide, acompaña; el alumno no responde, se autorregula. Bain (2004) la vinculó con la metacognición: el estudiante se reconoce actor consciente de su aprendizaje, transformando la nota en narrativa y el resultado en sentido. Thurler (1998) advirtió que toda evaluación está inscrita en una cultura escolar, reflejando tensiones entre lo que la institución exige, lo que el docente cree y lo que el estudiante puede.

En México, la tensión entre evaluación formativa y tecnocrática es evidente. Bajo el discurso de “calidad” y “transparencia”, la evaluación se ha convertido en eje de rendición de cuentas que confunde aprendizaje con rendimiento y conocimiento con competencia. Lo que no cabe en una rúbrica desaparece; lo que no puede contarse, deja de contar. Díaz Barriga (2009) advierte que esta lógica despoja al acto educativo de su dimensión ética y lo convierte en operación burocrática.

Las pruebas estandarizadas miden conocimientos superficiales y no la capacidad de pensar críticamente, de crear o de convivir; moldean el currículo y domesticación la enseñanza hasta hacerla funcional a los indicadores. Superar esta visión instrumental exige recuperar la raíz ética de evaluar: valere, dar valor. Latapí (2003) insistía en que evaluar sin ética es violentar la educación; Santos Guerra (1993) recordaba que evaluar es comprender, no sancionar.

Esto significa sustituir la calificación por retroalimentación narrativa, priorizar portafolios reflexivos sobre exámenes y construir comunidades de aprendizaje donde el error sea fuente de diálogo y no de vergüenza. En escuelas rurales de Oaxaca o Veracruz, estas estrategias pueden transformar el acto evaluativo en espacio de justicia educativa y reconocimiento de la diversidad.

Transformar la evaluación exige un cambio cultural profundo que abarque todos los niveles educativos: en la educación primaria, promoviendo la curiosidad y el descubrimiento a través de portafolios que documenten la evolución del estudiante, rúbricas flexibles que valoren esfuerzo y colaboración, autoevaluación guiada que fomente autonomía e inclusión de contextos culturales y lenguas maternas; en la secundaria, fortaleciendo el pensamiento crítico y la autorregulación mediante proyectos integradores que articulen varias asignaturas y problemas reales, retroalimentación narrativa constante, coevaluación en cohortes de aprendizaje y evaluación contextualizada que conecte con la vida cotidiana y la comunidad; en la media superior, impulsando autonomía y ética del aprendizaje mediante portafolios digitales con reflexiones críticas, evaluación por pares, tutorías personalizadas y proyectos de investigación y acción social que vinculen teoría y práctica.

Estas transformaciones requieren estrategias transversales que pongan énfasis en el proceso y no solo en el resultado, formación docente continua en evaluación formativa, ética y tecnología pedagógica, uso crítico de la tecnología como herramienta de seguimiento y retroalimentación sin sustituir el juicio humano, participación comunitaria que reconozca saberes locales y normalización del error como oportunidad de aprendizaje, eliminando miedo y vergüenza.

A nivel sistémico, transformar la evaluación requiere reformas normativas, capacitación docente, integración crítica de tecnología y participación social. Flexibilizar pruebas estandarizadas, reconocer la evaluación formativa como norma oficial, monitorear resultados cualitativos y generar redes de innovación pedagógica son pasos indispensables. Solo así se revertirá la lógica de control y medición que ha subordinado la educación mexicana a la cifra y al indicador.

La evaluación académica mexicana es espejo y herida: refleja los valores que la sociedad privilegia y deja marcas en quienes son medidos por criterios ajenos a su singularidad. Repensarla exige un gesto ético, político y pedagógico: liberar a la escuela del fetichismo de los resultados y devolverle su función más noble: acompañar a los seres humanos en su proceso de comprender el mundo y transformarlo. La verdadera evaluación no sanciona: ilumina, orienta y humaniza. Solo así dejará de ser herida y se convertirá en espejo de la dignidad humana.

Bibliografía

Allal, L. (1988). Évaluation formative et régulation des apprentissages. Peter Lang.

Bain, D. (2004). La evaluación y la metacognición. UNESCO.

Cardinet, J. (1977). Évaluation continue et gestion des apprentissages. Delachaux et Niestlé.

Díaz Barriga, Á. (2009). Evaluar para comprender, no para controlar. UNAM.

Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar. Siglo XXI.

Latapí, P. (2003). Ética y política de la educación. FCE.

Perrenoud, P. (1998). Construir competencias desde la escuela. Dolmen.

Santos Guerra, M. A. (1993). La evaluación: un proceso de diálogo, comprensión y mejora. Aljibe.

Stiggins, R. (2002). Assessment Crisis: The Absence of Assessment for Learning. Phi Delta Kappan, 83(10), 758–765.

Thurler, M. G. (1998). Changer la culture de l’évaluation. De Boeck.

Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

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