La problemática del contenido y las teorías del aprendizaje
Por Juan Carlos Recinos
Toda educación se funda en una pregunta esencial: ¿qué vale la pena enseñar? En apariencia, la respuesta podría ser simple —enseñar lo que el alumno necesita para vivir en su tiempo—, pero esa aparente claridad se disuelve cuando comprendemos que vivir en el tiempo es un asunto más hondo que adaptarse a él. Educar, en su raíz más noble, no consiste en adiestrar ni en preparar para la utilidad, sino en acompañar la formación del espíritu humano. Y en ese proceso, el contenido —aquello que se enseña— se convierte en un territorio de disputa: entre la tradición y la innovación, entre el saber heredado y la experiencia que lo renueva.
Durante siglos, los contenidos fueron considerados depósitos de conocimiento que el maestro debía transferir con fidelidad. La escuela clásica —la del magister dixit— entendía el aprendizaje como recepción y memorización. El alumno era un recipiente donde se vertía el saber. Pero con el siglo XX llegaron las rupturas: la psicología, la sociología y la pedagogía moderna comenzaron a mirar al sujeto, no al objeto. Piaget, con su mirada de naturalista del pensamiento, sostuvo que el conocimiento no se recibe pasivamente: se construye. “El saber —decía— es el resultado de la acción del sujeto sobre el Mundo” (Piaget, 1970). De pronto, el contenido dejó de ser un tesoro que se transmite y pasó a ser una materia viva que se reconstruye en cada mente.
El conductismo, por su parte, redujo el acto de aprender a una secuencia de estímulos y respuestas. Su eficacia era innegable: podía entrenar, condicionar, lograr resultados medibles. Pero a cambio sacrificaba la conciencia, el sentido, el alma del acto educativo. No se enseñaba a pensar, sino a responder correctamente. La revolución llegó con el cognitivismo y el constructivismo: Bruner, Vygotsky, Ausubel. Todos ellos colocaron la comprensión en el centro y devolvieron al lenguaje, a la cultura y al contexto su papel fundamental. “Todo aprendizaje humano tiene una historia social”, escribió Vygotsky (1979), recordándonos que no aprendemos solos, sino en comunidad, en diálogo con otros y con los símbolos que nos habitan.
De ahí surge la gran paradoja de nuestro tiempo: en nombre de la libertad del alumno, hemos desdibujado el contenido; en nombre de la creatividad, a veces hemos renunciado a la profundidad. Las escuelas hablan de “competencias”, “habilidades”, “proyectos”, pero muchas veces olvidan el núcleo duro del conocimiento: los conceptos, las estructuras del pensamiento, la tradición cultural que nos precede. Como advirtió Bruner (1997), enseñar cualquier cosa de manera intelectualmente honesta significa revelar su estructura profunda. Es decir: enseñar no es disfrazar el saber de juego, sino conducir al estudiante a comprender la belleza de una idea.
En México, Pablo Latapí (2008) señaló que la educación suele caer en un espejismo: cambia el método, pero olvida el sentido. Se renuevan las técnicas, se multiplican las plataformas, pero no se cuestiona el propósito de enseñar. Ángel Díaz Barriga (2019) ha insistido también en que el conocimiento escolar no puede tratarse como un producto comercial; enseñar es un acto cultural, no una transacción. Si se pierde el contenido —su densidad, su historia, su fuerza—, se pierde también la posibilidad de formar una conciencia crítica. Y sin conciencia, la educación se vuelve mero entrenamiento para la obediencia o la productividad.
En este punto, Paulo Freire emerge con la claridad de los profetas. En Pedagogía del oprimido (1970), Freire rechaza la educación bancaria, esa que “llena” al alumno de datos como si fuera una alcancía. Propone, en cambio, una pedagogía del diálogo: enseñar no es transferir conocimiento, sino crear juntos un campo de sentido. El contenido no desaparece, sino que se vuelve pregunta, desafío, materia de reflexión. “Nadie educa a nadie —escribe—; los hombres se educan entre sí, mediatizados por el Mundo.” En esa frase se condensa una ética del aprendizaje: el contenido no es una carga, sino un pretexto para pensar la realidad.
El problema contemporáneo es que la información se ha multiplicado hasta volverse inabarcable. En la era digital, el contenido ya no escasea: nos ahoga. La tarea del maestro ya no es transmitir lo que está al alcance de un clic, sino enseñar a discriminar, a jerarquizar, a dotar de sentido. Lo importante ya no es saberlo todo, sino saber qué vale la pena saber. En ese gesto selectivo —en esa curaduría del conocimiento— reside hoy la dignidad del educador.
Enseñar, entonces, es un acto de amor por el pensamiento. No hay teoría del aprendizaje que pueda sustituir la mirada ética y cultural del maestro que elige qué enseñar y cómo hacerlo. Porque al decidir el contenido, se decide también el tipo de humanidad que deseamos formar. Educar no es solo preparar para el futuro, sino ofrecer un lugar en la memoria del Mundo.
La problemática del contenido nos devuelve, finalmente, al corazón de la pedagogía: la tensión entre el deseo de comprender y la necesidad de conservar. Enseñar es tender un puente entre lo que fue y lo que puede ser. En cada clase, en cada diálogo, se juega algo más que la transmisión de un saber: se juega el destino mismo de la cultura, la posibilidad de que el pensamiento siga respirando.
En el horizonte educativo contemporáneo flota una paradoja: nunca habíamos tenido tanto acceso a la información, y sin embargo, nunca habíamos estado tan lejos del conocimiento. El exceso de datos ha erosionado la experiencia del aprender; el contenido, convertido en flujo digital, se ha vuelto volátil, instantáneo, desechable. Vivimos —como diría Byung-Chul Han— en la era de la transparencia, donde todo está disponible, pero nada se profundiza. Aprender se confunde con acumular, y enseñar con entretener. El saber se ha vuelto un bien de consumo, y el estudiante, un usuario.
En este contexto, las teorías del aprendizaje parecen tambalearse ante una realidad que las desborda. Las pedagogías activas, el aprendizaje basado en proyectos o las inteligencias múltiples han pretendido democratizar la enseñanza, pero con frecuencia se quedan en la superficie del entusiasmo metodológico. La pregunta radical —¿qué significa enseñar?— se aplaza, se diluye entre rúbricas y competencias. La obsesión por el método ha desplazado la reflexión sobre el contenido. Y cuando el método se absolutiza, el pensamiento se vacía.
Jerome Bruner advertía que “toda cultura es una forma de pensamiento” (1997), y por tanto, enseñar cultura no es llenar la mente de nombres o fechas, sino introducir en la lógica que da sentido al Mundo. Pero la escuela actual, colonizada por los lenguajes de la gestión y la eficacia, parece haber olvidado que educar no es producir resultados, sino formar criterio. El estudiante no necesita más dispositivos, sino más preguntas. No requiere de más estímulos, sino de sentido. Porque la educación sin sentido degenera en entrenamiento, y el entrenamiento sin conciencia desemboca en servidumbre.
Ángel Díaz Barriga (2019) ha sido contundente al señalar que “la escuela ha dejado de ser el espacio donde el conocimiento se vuelve experiencia”. Hoy, el contenido se mide, se cuantifica, se evalúa, pero rara vez se comprende. En su lugar, se impone un lenguaje tecnocrático que habla de “competencias clave”, “estándares”, “desempeños”. Esa gramática del rendimiento ha secuestrado el lenguaje de la educación. El profesor ya no enseña: “facilita”. El alumno ya no estudia: “gestiona su aprendizaje”. Y en medio de esa terminología anodina, el saber pierde espesor, la palabra pierde alma.
Sin embargo, hay un gesto de resistencia. Cada maestro que entra al aula con la convicción de que enseñar sigue siendo un acto de trascendencia, desafía la lógica del mercado. Enseñar es una forma de hospitalidad: abrir espacio al pensamiento del otro. Quien enseña no entrega respuestas, sino que enseña a habitar las preguntas. Como sostenía Paulo Freire (1970), la educación es un acto de amor, y por tanto, un acto de valentía. Amar al conocimiento en un tiempo que lo desprecia es una forma de insumisión ética.
La problemática del contenido, entonces, no es solo pedagógica, sino civilizatoria. En ella se juega la tensión entre el pensamiento crítico y la cultura del espectáculo, entre la profundidad y la inmediatez. Enseñar historia, filosofía, literatura, matemáticas o arte no es cumplir un programa: es preservar la memoria humana frente al olvido de la velocidad. Cada concepto enseñado con conciencia —una idea, un poema, una ecuación— es una chispa que resiste al ruido. El contenido verdadero no se mide: se encarna.
Frente a la saturación de información, urge un nuevo humanismo educativo: una pedagogía que devuelva al conocimiento su dimensión ética, estética y espiritual. Aprender no debería ser un trámite, sino una forma de vivir con más lucidez. Quizá por eso María Zambrano, filósofa de la razón poética, decía que educar es “conducir al ser humano hacia su propia claridad”. Ese es el sentido último del contenido: iluminar, no instruir; despertar, no domesticar.
En el fondo, toda teoría del aprendizaje que olvida al ser humano se convierte en técnica vacía. Y toda educación que desprecia el contenido se convierte en ruido. La tarea urgente no es inventar nuevos métodos, sino rescatar el sentido de enseñar, ese acto silencioso que, a pesar de todo, sigue sosteniendo la posibilidad de la cultura.
Bibliografía
Bruner, J. (1997). La educación, puerta de la cultura. Madrid: Visor.
Díaz Barriga, Á. (2019). Didáctica y currículum: la construcción del conocimiento escolar. México: UNAM.
Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. México: Siglo XXI.
Latapí, P. (2008). El valor del conocimiento y el sentido de la educación. México: Fondo de Cultura Económica.
Piaget, J. (1970). La epistemología genética. Buenos Aires: Paidós.
Vygotsky, L. S. (1979). El desarrollo de los procesos psicológicos superiores. Madrid: Akal.
Zambrano, M. (2004). Filosofía y educación. Madrid: Trotta.
Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

