Sáb. Dic 6th, 2025

COLUMNA: Pedagogía en voz alta

Por Redacción Nov4,2025

¿Conocer sin sentido o aprender a sentir? El rol de la escuela frente a Neuralink

Por Kevin Omar Flores Morfín

Imagina un futuro donde el conocimiento ya no se adquiere con esfuerzo, sino que se puede “descargar” directamente en el cerebro. Esta idea, que parece de ciencia ficción, es la promesa de Neuralink, una compañía que desarrolla implantes cerebrales para conectar la mente humana con las computadoras. Aunque su objetivo actual es ayudar a personas con parálisis a controlar dispositivos solo con el pensamiento, su visión a largo plazo abre un debate fascinante. Si esta tecnología nos permitiera acceder a toda la información con solo pensarlo, surge una pregunta fundamental: ¿qué rol le quedaría entonces al sistema educativo? O: ¿qué sentido tiene la educación en la formación de personas? ¿De qué serviría entonces la educación, si el conocimiento puede descargarse al instante?

Neuralink está redefiniendo las fronteras tecnológicas. En 2025, nueve personas con implantes ya controlan dispositivos mediante pensamientos, desde videojuegos hasta cursores. Sin embargo, los planes incluyen conectar el cerebro a la nube en unos diez años, permitiendo “descargar” conocimiento directamente al hipocampo.

La preferencia de las y los jóvenes, en particular la Generación Z, por la Inteligencia Artificial Generativa (IAG) se fundamenta en su arraigo a una cultura digital que valora la inmediatez y la gratificación instantánea. La IAG satisface esta necesidad al ofrecer respuestas directas y sintetizadas, sin la necesidad de navegar por múltiples enlaces o fuentes, un proceso que la juventud percibe como lento e ineficiente.

Según un estudio de la Universidad Nacional Autónoma de México (“Presencia y uso de la inteligencia artificial generativa en la Universidad Nacional Autónoma de México”) publicado en 2025, el “87% del estudiantado de bachillerato contestó positivamente a haber empleado alguna herramienta de IAG, seguido de 88% de estudiantes de posgrado quienes contestaron en el mismo sentido y, finalmente, 81% de estudiantes de licenciatura” (Benavides-Lara, et al.).

Mi propia experiencia puede resultar ilustrativa de las ventajas y riesgos de abusar de estas herramientas. La primera vez que usé una plataforma de IAG quedé fascinado por su eficacia. Lo que antes me hubiese tomado horas, lo obtuve en instantes, pero esa dopamina segregada no hizo más que provocar un deterioro cognitivo que a la fecha trabajo en reparar.

Mis compañeras de clase me llamaban Don Chat, porque estaba a la vanguardia, conocía recursos de IAG aplicables a situaciones y necesidades específicas. Sentía que era tan práctico su uso en mi vida cotidiana que dejé de hacer diapositivas, de leer, de redactar e incluso podría decir que dejé de pensar. Todo mi proceso académico se había automatizado, pero un día la realidad me interpeló con una pregunta: si todo lo que digo, pienso y hago pasa por el filtro de la inteligencia artificial, ¿quién controla a quién?

Esa pregunta me persiguió. Mi apodo, Don Chat, más que un halago, se había convertido en el síntoma de una profunda desconexión. Me había vuelto un eficiente conducto de información, pero había olvidado cómo ser su artífice. El conocimiento, despojado de su contexto, del esfuerzo y de la emoción del hallazgo, se convirtió en algo estéril, un producto de consumo instantáneo sin valor alguno para el intelecto.

Fue entonces cuando comprendí las palabras del filósofo Antonio Escohotado cuando afirmó: “Pero en cuanto las personas descubran la fuente de alegría que es investigar y aprender una cosa no sabida se darán cuenta que hasta el orgasmo es una broma en comparación con la permanencia, la solidez, la seguridad que da para un ser como el humano, la capacidad de aprender. Saber, saber, eso es lo que me da tranquilidad”.

Este atajo cognitivo es precisamente el modelo que Neuralink amenaza con llevar a su máxima expresión. La promesa de “descargar” el saber directamente al cerebro ignora una verdad fundamental de nuestra biología: el conocimiento no es un archivo que se almacena, es una red que se teje. La neurociencia nos enseña que aprender es un proceso físico y lento de fortalecimiento de las conexiones sinápticas a través del esfuerzo, la repetición y el error. Es en la lucha, en el atascarse con un problema y en la eventual epifanía, donde se forja la verdadera comprensión. Eliminar esa fricción cognitiva equivale a pretender que un músculo crezca sin levantar peso alguno.

Un implante entrega datos, pero no la chispa de conectar ideas de manera original; por eso, urge promover proyectos interdisciplinarios que fusionen ciencias, humanidades y ética, infundiendo propósito en cada nivel educativo. Además, el saber gana profundidad en la interacción colectiva. Fortalecer el trabajo en equipo y el diálogo es fundamental, no solo para combatir el aislamiento que una interfaz cerebral podría imponer, sino para construir una conciencia cívica. Dado que Neuralink no será universal en su inicio, es precisamente en esa aula colaborativa donde los alumnos aprenderán a defender un acceso equitativo a la tecnología, luchando activamente para reducir las nuevas desigualdades.

Desde este punto de vista, la escuela puede transformarse en un refugio donde el saber trascienda los datos puros. Ignorar lecciones del pasado podría llevarnos a un futuro de parches improvisados que solo disimulen carencias. El verdadero valor radica en el proceso de forjar conocimientos y significado. Nuestras escuelas deben ser la piedra angular donde el saber se transforme en vivencia humana.

* “Pedagogía en voz alta” es una columna de la Facultad de Pedagogía. El autor de este artículo es estudiante del séptimo semestre.

Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

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