El poder de la educación: Una mirada crítica a la educación mexicana
Por Juan Carlos Recinos
Hablar del poder de la educación es hablar del poder de transformar la conciencia, de moldear las estructuras sociales y de orientar el destino de un país. Sin embargo, en México, la educación parece debatirse entre la utopía del progreso y la inercia de la desigualdad.
Desde el siglo pasado, la reflexión educativa ha girado en torno a una pregunta central: ¿qué tipo de ser humano y de sociedad forma realmente nuestro sistema educativo? La educación mexicana, entendida no solo como un proceso de transmisión de saberes, sino como una institución política y moral, refleja las tensiones entre el ideal y la realidad, entre la razón y el poder.
La educación es el medio más alto de emancipación intelectual y moral. Enseñar a pensar, es más importante que inculcar creencias; una sociedad verdaderamente libre se funda en la capacidad crítica de sus ciudadanos. En este sentido, el poder de la educación radica en liberar la mente de los dogmas y de la obediencia ciega, cultivando la razón, la duda y la empatía. Sin embargo, en México, ese ideal humanista se ve constantemente desplazado por una visión instrumental y burocrática de la educación.
Las políticas educativas, más que formar ciudadanos reflexivos, buscan producir capital humano ajustado a las demandas del mercado. Se educa para la empleabilidad, no para la libertad. En México, la educación se subordina al poder político o económico y se convierte en un mecanismo de dominación disfrazado de progreso. Esa advertencia resuena hoy con fuerza en nuestro contexto sociodemográfico.
Toda educación es una forma de política moral, sin embargo, la escuela mexicana, lejos de ser un espacio neutral, reproduce las jerarquías y desigualdades del país. Se ha dicho que el sistema educativo, más que igualar, legitima la desigualdad bajo el discurso de la meritocracia. La educación, tiene poder porque define qué saberes son válidos, qué lenguajes son legítimos y qué ciudadanos son dignos de ser escuchados.
El poder de la educación, entonces, no reside únicamente en su capacidad de enseñar, sino en su facultad de configurar el orden moral y simbólico de la nación. Desde esta perspectiva, la crítica a la educación mexicana no puede limitarse a evaluar su eficiencia o cobertura, sino que debe preguntarse por su sentido ético y su compromiso con la justicia. En un país donde la pobreza y la exclusión siguen marcando el destino educativo de millones, hablar del poder de la educación es hablar también de su fracaso en democratizar las oportunidades.
Se ha insistido en que el sistema educativo mexicano sufre una crisis de sentido. Las reformas curriculares, las evaluaciones estandarizadas y la tecnificación del aprendizaje han vaciado de contenido el acto educativo. El docente, reducido a un ejecutor de programas, ha perdido su papel como intelectual crítico y creador de significados. Recuperar la dimensión pedagógica como acto ético y reflexivo, donde enseñar no sea cumplir una norma, sino construir conocimiento con otros, es el ideal de la educación mexicana.
El enfoque por competencias, advierte que la educación mexicana ha sido atrapada por la lógica de la eficacia, donde el aprendizaje se mide en resultados y no en comprensión. De esta manera, el poder de la educación se ve neutralizado por la burocracia y la tecnocracia que dictan qué y cómo se debe aprender. México ha confundido la educación con la escolarización, creyendo que más escuelas y más años de estudio garantizan progreso.
Sin un cambio en la mentalidad colectiva —sin una educación que enseñe a pensar críticamente, a convivir y a crear—, el país seguirá repitiendo sus viejas estructuras. El verdadero poder de la educación reside en formar conciencia cívica y responsabilidad social. En esta visión, la escuela debería ser un laboratorio de democracia, un espacio donde los estudiantes aprendan a deliberar, a cuestionar y a construir colectivamente el bien común. Solo así, la educación puede ser una fuerza transformadora y no una simple rutina institucional.
En la actualidad, el sistema educativo mexicano enfrenta un desencanto silencioso. Los discursos oficiales exaltan la educación como motor del desarrollo, pero la experiencia cotidiana en las aulas revela una profunda desconexión entre lo que se enseña y la realidad que viven los estudiantes. El poder de la educación parece diluirse ante la falta de sentido, la precariedad docente y la desigualdad estructural.
La educación, lejos de ser una vía de ascenso social, se ha convertido para muchos en un camino de frustraciones y promesas incumplidas. Jóvenes que egresan de universidades sin perspectivas laborales, docentes agotados por la burocracia y comunidades marginadas sin acceso a una escuela digna son síntomas de una estructura que perdió su horizonte ético. En este contexto, la educación no empodera, sino que reproduce el desencanto colectivo que atraviesa a la nación.
Un sistema educativo sin justicia social ni pensamiento crítico solo perpetúa la ignorancia ilustrada: individuos con información, pero sin conciencia. En México, esa paradoja se manifiesta con crudeza. Nunca hubo tanto acceso al conocimiento y nunca se sintió tan lejana la posibilidad de transformar la realidad.
Frente a este panorama, el docente se convierte en la figura central para recuperar el poder transformador de la educación. No como ejecutor de planes o mediador de contenidos, sino como conciencia moral del proceso educativo. La educación debe sostenerse sobre una ética del cuidado, de la dignidad y de la responsabilidad pública. El maestro no solo enseña, da sentido al acto de enseñar; en sus manos, la educación puede volver a ser una forma de resistencia ante la indiferencia institucional.
Sin embargo, el magisterio mexicano ha sido víctima de un doble proceso de desprofesionalización y deshumanización. Las reformas administrativas lo han reducido a un número de control, a una pieza intercambiable del sistema. Es urgente devolverle su papel como intelectual público, capaz de pensar, crear y cuestionar. Solo así podrá ejercer el poder más alto de la educación: formar conciencias críticas que transformen su entorno.
En la era digital, la educación enfrenta otro desafío: el poder del algoritmo. Las plataformas educativas, la inteligencia artificial y la hiperconectividad prometen democratizar el conocimiento, pero también introducen nuevas formas de vigilancia, estandarización y dependencia tecnológica.
La tecnología no puede sustituir el sentido pedagógico. Si el aprendizaje se reduce a la repetición de contenidos en línea o a la automatización de la evaluación, el acto educativo se vacía de humanidad.
La digitalización sin reflexión ética puede convertirse en una nueva pedagogía del control, donde el estudiante es un dato y el maestro, un operador técnico.
Por eso, el poder de la educación en el siglo XXI debe redefinirse no solo frente al Estado o al mercado, sino frente a las nuevas tecnologías del poder que modelan las mentes y las conductas. La alfabetización digital no puede limitarse al manejo de herramientas, sino que debe incluir la formación del juicio, la sensibilidad y la autonomía moral.
La educación mexicana necesita reinventarse como una cultura del sentido, donde aprender no sea una obligación, sino una experiencia vital. Educar para la esperanza —no la esperanza ingenua, sino la esperanza crítica— significa devolverle al estudiante la posibilidad de imaginar un futuro propio.
El poder de la educación no se mide por los indicadores, sino por su capacidad de construir humanidad. En un país donde la violencia, la desigualdad y la corrupción amenazan la confianza colectiva, la escuela puede ser el último refugio ético. Allí donde todo parece perder valor, el aula aún puede ser el lugar donde se siembre la idea de que otro México es posible.
La educación no cambiará el país de inmediato, pero puede sembrar la conciencia que lo transforme. Ese es su verdadero poder: el de la siembra invisible que germina en el tiempo, el de la palabra que despierta la razón y el afecto.
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