México y el eco del modelo Bukele
Por Aylen Peregrina Vargas
En El Salvador, Nayib Bukele logró convertir la seguridad en un espectáculo político. Sus imágenes de miles de reos esposados, descalzos y alineados en filas perfectas recorrieron el mundo como símbolo de orden. A partir de entonces, su modelo de “mano dura” contra las pandillas se transformó en un fenómeno mediático, un emblema del supuesto autoritarismo eficiente que promete resultados inmediatos en un continente marcado por la violencia.
El modelo salvadoreño se ha posicionado como un ejemplo a seguir para América Latina. La inseguridad es una de las principales preocupaciones sociales y, ante la ineficacia del Estado para contenerla, muchos gobiernos y ciudadanos ven en Bukele una alternativa deseable. No obstante, extrapolar su modelo a otros países tiene múltiples complicaciones. En El Salvador se alinearon factores políticos muy particulares: el estado de excepción que permite detenciones sin orden judicial, el control de Bukele sobre el poder legislativo y judicial, y un sistema de partidos debilitado que dejó sin contrapesos efectivos al Ejecutivo. Esa combinación posibilitó que el presidente implementara sus medidas de seguridad, pero también derivó en más de 3 mil denuncias por detenciones arbitrarias, torturas, abusos y violaciones a los derechos humanos (1).
Además, las maras y pandillas salvadoreñas son fenómenos distintos al crimen organizado que enfrentan otros países, entre ellos México. Mientras las primeras tienen un alcance más limitado, menor poder financiero y operan en un territorio pequeño y densamente vigilado, los cárteles mexicanos poseen estructuras complejas, redes transnacionales y gran capacidad financiera. Esa diferencia estructural condiciona el tipo de respuesta posible: lo que funcionó —parcialmente y bajo condiciones autoritarias— en El Salvador, no tendría el mismo efecto en México.
El llamado “modelo Bukele” se enmarca dentro de las políticas de seguridad punitivas, aquellas que priorizan la severidad de las sanciones como mecanismo de disuasión frente al delito. Este enfoque desplaza las estrategias integrales que incluyen prevención, atención social y reinserción, y apuesta por el castigo como vía de control (1).
Esta última semana, los acontecimientos recientes en México volvieron a colocar el tema de la seguridad en el centro del debate público. La frustración social ante la impunidad y el miedo ha hecho que la figura de Bukele resurja como referente. En redes sociales, el discurso se amplifica, haciendo referencia que las acciones punitivas que promueve serían viables para México. Además, Bukele ha señalado en distintos contextos que un gobierno que no combate la delincuencia es porque los delincuentes ya han permeado el aparato estatal. Esa afirmación, retomada con frecuencia en el debate público, se usa ahora como argumento para sostener que el gobierno mexicano debe dejar de actuar como cómplice del crimen organizado.
Esa discusión en redes sociales refleja el cansancio de una sociedad que ha normalizado la violencia y que en su desesperación, ve en el punitivismo una salida. Una sociedad lastimada, que ha llorado demasiado a sus muertos, que sobrevive entre la desconfianza institucional y la ausencia de justicia; pero también una sociedad que se manifiesta, que exige acciones concretas.
México no debe implementar el modelo de Bukele. Este país una estrategia de seguridad nueva, integral y sostenida, que mire más allá del castigo. La violencia no se combate únicamente con armas o prisiones, sino atendiendo las raíces que la reproducen: la pobreza, la desigualdad, la falta de oportunidades y la descomposición institucional. En el corazón del problema está la exposición temprana de las infancias a contextos violentos y el reclutamiento infantil por parte del crimen organizado. Esa es la primera frontera de la prevención: garantizar entornos seguros, educación de calidad y proyectos de vida alternativos para quienes hoy crecen rodeados de violencia.
Del mismo modo, se debe repensar el sistema penitenciario. No se puede hablar de reinserción si las cárceles siguen siendo escuelas del crimen, donde la exclusión se perpetúa y la violencia se alimenta. La reintegración social y la atención post reclusión deben ser pilares, no añadidos, de cualquier política de seguridad.
La nueva estrategia debe inspirarse en las siete dimensiones de la seguridad humana: económica, alimentaria, sanitaria, ambiental, personal, comunitaria y política. Estas dimensiones, planteadas por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, invitan a entender la seguridad no solo como ausencia de violencia, sino como presencia de condiciones dignas para vivir.
La seguridad consiste, ante todo, en devolverle la dignidad a las personas que la violencia y la desigualdad les han arrebatado. Dignidad para las madres buscadoras que recorren el país con una pala en la mano, para quienes viajan todos los días en un transporte público colapsado, para los enfermos sin medicamentos, para las infancias reclutadas por el crimen organizado, para quienes viven sin seguridad social, para quienes esperan justicia, para los policías, personal del sistema judicial y personal del sector informal que merecen salarios justos.
El punitivismo de Bukele no es opción, ni por razones logísticas ni por principios éticos. No lo es porque las condiciones de México son distintas, pero sobre todo porque no ofrece una salida sostenible. No repara, no reintegra, no sana. México necesita sanar: reconstruir la confianza y garantizar derechos. Solo entonces la seguridad dejará de ser una promesa política.
1.- Verdes Montenegro, G. (2025). El modelo Bukele que recorre América Latina. Nueva Sociedad. https://nuso.org/articulo/el-modelo-bukele-que-recorre-america-latina/
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