Un, dos, tres por la USICAMM
Por Juan Carlos Recinos
“Un, dos, tres por mí y por todos mis compañeros”, decíamos de niños, buscando que nadie quedara escondido. Era una fórmula de justicia: todos contaban, nadie debía perder. Pero en el nuevo juego que ha impuesto la USICAMM, la consigna se ha deformado: cada maestro debe salvarse solo y como pueda. La promesa de reconocimiento colectivo se ha convertido en una carrera individual, donde el mérito no une, sino separa; donde el juego es de azar y no de equidad. La Unidad del Sistema para la Carrera de las Maestras y los Maestros nació con la intención de profesionalizar el magisterio, de hacer de la evaluación un instrumento de justicia.
En el discurso suena noble. En la realidad, se ha transformado en un mecanismo frío, digital y laberíntico que mide la docencia como si fuera un trámite bancario. En la práctica cotidiana, la USICAMM se ha vuelto sinónimo de desgaste. Los maestros, convertidos en burócratas de sí mismos, pasan horas frente a pantallas congeladas, subiendo documentos, certificaciones, constancias y evidencias que rara vez son leídas. La pedagogía se diluye entre folios y archivos PDF. El acto más humano —enseñar— ha sido traducido al lenguaje impersonal de los indicadores.
Un maestro no vale por lo que transforma en el aula, sino por lo que logra capturar y comprimir en un archivo digital de menos de cinco megas. Se exige evidencia de todo, menos de lo esencial: la paciencia, la empatía, la pasión, la resistencia ante el abandono institucional. El discurso del mérito suena justo, pero es una falacia. No hay mérito donde las condiciones son desiguales. El mérito sólo tiene sentido en un terreno parejo, y México no lo es. No es lo mismo enseñar en una escuela rural sin internet que en un colegio urbano con aula de medios. No es lo mismo el maestro que camina dos horas entre veredas que aquel que da click desde su casa.
Sin embargo, el sistema los mide igual, con la misma vara tecnocrática que confunde equidad con uniformidad. La desigualdad educativa no se corrige con más evaluaciones, sino con políticas que comprendan la complejidad del contexto. Pero la USICAMM no escucha: califica sin mirar, evalúa sin comprender, puntúa sin alma. Cada maestro vive hoy atrapado en un doble juego: enseñar para sus alumnos y demostrar para el sistema. Enseña con el corazón, pero demuestra con formularios. Y en ese abismo entre lo que hace y lo que debe probar, se disuelve su energía, su tiempo y su fe. La USICAMM ha logrado lo que ninguna otra política educativa: convertir la vocación en angustia. Los maestros ya no se preparan para mejorar, sino para no quedar fuera. La evaluación, que debería ser espejo, se ha vuelto espada. La promoción, que prometía reconocimiento, se ha vuelto humillación digital.
El resultado de esta maquinaria es una pedagogía del miedo. El maestro teme fallar en el registro, no cumplir con los lineamientos, no adjuntar la evidencia correcta. La educación se vuelve así una lucha contra la incertidumbre institucional, no una búsqueda del conocimiento. Los docentes no compiten por aprender, sino por sobrevivir. Y en ese proceso, la solidaridad del gremio se erosiona: el otro maestro ya no es compañero, sino rival.
Lo más grave no es la burocracia, sino el efecto moral que produce: el sistema ha reemplazado la ética del compromiso por la lógica del puntaje. Ha reemplazado el diálogo pedagógico por la obediencia. El maestro ideal ya no es el que inspira, sino el que cumple. La docencia se despoja de su dimensión política, espiritual y afectiva para volverse una práctica contable, eficiente, silenciosa. Cuando la educación adopta el lenguaje de la administración, pierde su sentido pedagógico. Eso es la USICAMM: un espejo roto donde el maestro busca su reflejo y sólo encuentra una lista de pendientes.
No se trata de negar la necesidad de evaluar, sino de recordar que no todo puede ser medido. La enseñanza pertenece al ámbito de lo intangible: la sonrisa de un niño que aprende, la confianza que brota entre maestro y alumno, el despertar del pensamiento crítico. Nada de eso cabe en un formato. El día que intentemos medirlo todo, habremos perdido lo que da sentido a la educación.
Y, sin embargo, en medio de ese sistema que ahoga, el maestro mexicano sigue de pie. En los pueblos donde el internet no llega, en las escuelas donde faltan pupitres, en las aulas improvisadas con tabiques y lonas, todavía hay quien enseña con una tiza, con una cartulina, con la voz cansada pero viva. Pero incluso ante esa maquinaria que todo lo estandariza, el maestro sigue siendo el último testigo de lo humano. Es quien escucha cuando el sistema calla, quien improvisa cuando la norma falla, quien enseña, aunque nadie lo evalúe. En un país que olvida rápido, el maestro es memoria. Recuerda los nombres de los niños que se fueron, los que desertaron porque la pobreza les ganó la carrera. Recuerda los rostros de quienes un día regresan a saludar, ya grandes, ya padres, con el mismo brillo de infancia en los ojos.
La USICAMM no tiene espacio para esa memoria: sólo admite comprobantes. Pero el maestro guarda lo que no cabe en los formularios: el eco de una voz, una historia, una promesa. Las autoridades hablan de excelencia educativa, de indicadores y de metas nacionales, pero rara vez pisan un aula. Ignoran el polvo, el ruido, el silencio. No saben lo que es enseñar con hambre, con lluvia cayendo sobre los techos de lámina, con pupitres rotos y pizarrones que ya no escriben. No saben lo que significa llegar al salón con un hijo enfermo y aun así sonreír. No saben lo que es tener que llenar treinta formatos después de un día entero de clases.
Y, sin embargo, pretenden medirlo todo. Pretenden convertir la educación en un proceso de control y vigilancia, cuando lo que necesita es libertad y confianza. El sistema parece olvidar que el maestro no es un operador, sino un creador. Enseñar es un acto artístico y moral: una forma de resistencia contra la indiferencia. Cada lección improvisada es una manera de sostener al país en medio del derrumbe. Pero la lógica tecnocrática no entiende de arte ni de ética: sólo de cumplimiento. Así, la vocación se vuelve estadística; la pasión, requisito; la experiencia, número. Y en esa transformación del alma docente en archivo digital se esconde la tragedia contemporánea de la educación mexicana: el alma medida en puntos, el corazón comprimido en un PDF.
A veces, frente a la pantalla que no carga, el maestro siente que el sistema lo ha borrado. Que su esfuerzo no cuenta, que su palabra no vale. Pero entonces recuerda que su verdadera tarea no está en el portal, sino en el aula. Que el milagro ocurre cada vez que un alumno entiende algo que antes parecía imposible. Ese instante —ese pequeño fuego— es la verdadera evaluación. Todo lo demás es ruido, es simulacro, es el juego absurdo de un Estado que confunde orden con justicia. El problema de fondo no es sólo la USICAMM, sino la visión que la sostiene: una educación sin alma, administrada como si fuera empresa. Una educación que ya no sueña, que sólo contabiliza. En nombre de la modernización, se ha olvidado que enseñar es un acto de encuentro, y que ningún algoritmo puede sustituir el brillo de una mirada atenta. Se ha olvidado que la educación no se mejora con concursos, sino con condiciones dignas, con confianza, con escucha.
El maestro mexicano sigue ahí, en medio del ruido institucional, sosteniendo con su cuerpo y su fe lo que el sistema abandona. No lo hace por los puntos ni por las constancias, sino por una convicción más profunda: que enseñar, a pesar de todo, aún vale la pena. Que cada palabra compartida, cada gesto de comprensión, es una forma de salvar al país del olvido. Porque al final, más allá de los lineamientos y los formatos, la docencia sigue siendo un acto de amor sin garantías. Y ese amor, por más que lo intenten, no puede cuantificarse. Hay algo profundamente trágico y, a la vez, luminoso en esta paradoja: mientras el sistema mide, el maestro siembra. Uno vive de números; el otro, de silencios. Uno ordena evidencias; el otro enciende conciencias.
Esa tensión sostiene, casi milagrosamente, el equilibrio de una educación que sobrevive no por decreto, sino por fe. La USICAMM, en su afán de controlar, no entiende que el conocimiento se multiplica sólo cuando hay libertad. Ningún docente crea desde la obligación. Ningún alumno aprende desde el miedo. El sistema quiere un maestro dócil, predecible, eficiente. Pero el verdadero maestro es todo lo contrario: es indócil, impredecible, desbordante. Enseña donde no hay espacio, inventa donde no hay recursos, se reinventa cada día frente al fracaso del país.
La docencia mexicana es una práctica de resistencia silenciosa, una trinchera invisible en medio del olvido. Mientras arriba se diseñan plataformas que no funcionan, abajo un maestro enseña a leer bajo la sombra de un mezquite, o con un pizarrón improvisado sobre una piedra. Esa escena, mínima y heroica, debería ser el emblema nacional de la educación. El sistema ha convertido la evaluación en un espectáculo de apariencias. Pero la verdad del maestro no cabe en las métricas. La verdad está en lo que no se ve: en el cansancio de los lunes, en la sonrisa que disimula el enojo, en la calma frente a la desesperación de un grupo que no aprende. Está en el intento cotidiano de mantener viva la esperanza en un país que le ha perdido fe al futuro. Cada maestro, sin decirlo, sostiene un hilo que impide el colapso total. Enseñar, en México, es sostener la dignidad colectiva y la vergüenza institucional.
Y mientras los formatos cambian, las reglas se actualizan y las convocatorias se retrasan, los maestros siguen ahí, en las aulas, cargando el peso de la nación. No hay bono que compense esa carga, ni evaluación que la mida. Hay, en cambio, una convicción silenciosa que los mantiene de pie: la de no rendirse. Esa es su verdadera carrera: no la del mérito institucional, sino la del alma. Algún día, quizá, el país entenderá que no se puede reformar la educación sin dignificar a quienes la hacen posible. Que los sistemas no educan: educan las personas. Y que el maestro, con todas sus fallas, cansancios y cicatrices, sigue siendo la mejor parte de México. Cuando eso ocurra, cuando se mire al maestro no como recurso humano sino como conciencia viva, entonces tal vez comience la verdadera transformación.
Hasta entonces, el juego continúa. La USICAMM sigue contando, puntuando, clasificando. Y los maestros siguen enseñando a pesar de todo, jugando su propio juego, más antiguo y más sabio: el de la esperanza. La verdadera evaluación no está en los puntos, sino en los rostros de los alumnos que regresan, que preguntan, que aprenden a mirar el mundo de otra manera. La USICAMM podrá seguir dictando lineamientos, modificando criterios, inventando formatos, pero nunca podrá medir el pulso de la esperanza. Porque enseñar en México sigue siendo un acto de fe, de terquedad, de amor sin garantías. Por eso, un, dos, tres por ti, por mí, por todos y que Dios nos agarre persignados ante la USICAMM.
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