Mi amigo Kafka
Por Jorge Vega
Bastó empujar una de las puertas de vidrio y aluminio para abandonar el mes de noviembre del 2025 en Colima y entrar de lleno a las atmósferas enrarecidas de las salas de justicia de principios del siglo XX, en la Praga que describió Franz Kafka en su novela El Proceso.
Aunque la sala estaba vacía, a diferencia de aquellas en las que entró Kafka, no olía a polvo ni a humo de lámparas; olía a viejo, a orfandad, a tristeza. Las paredes blancas tenían marcas profundas de humedad. Todas las sillas estaban vacías. Sólo encontré a un policía viejo y una jueza joven protegida atrás de una mesa alta y de un martillito de madera.
Kafka habría escrito: “El tribunal está constituido de tal manera que un acusado, en el momento mismo de ser acusado, pierde toda capacidad de moverse libremente y debe contar, desde entonces, con la ayuda de extraños”.
Caí al Centro de Justicia Cívica Municipal porque unos días antes, al comprar mercancías en Casa de la Mora, una agente de tránsito, sin hacer sonar el silbato, colocó sobre mi auto la enorme hoja amarilla de las infracciones. Fueron los diez minutos más caros de esa semana, porque la multa era de casi mil pesos.
De nuevo escuché a Kafka: “No es necesario que creas todo lo que dicen. No es necesario ni siquiera que lo consideres verdad. Sólo tienes que aceptarlo como necesario”.
No iba en plan de guerra porque sé que en lugares como éste no existe la justicia, sólo la aplicación de las leyes, algo que depende enteramente de quien en ese momento las aplica. “Los agentes de tránsito no tienen por qué hacer uso del silbato”, me ilustró la jueza bajo una luz que nunca supe adivinar de dónde provenía.
“Te retroalimento”, dijo. Explicó que, en los sitios marcados como zona de carga y descarga, uno debe quedarse al volante del auto y con las intermitentes encendidas. “Ese lugar en las aceras no les pertenece a los comercios”. El policía de la sala me había ordenado quedarme de pie sobre un punto verde frente a la mujer. Sólo estábamos los tres, y Kafka, haciéndome comentarios al oído.
Supongo que los jueces, como los médicos, deben volverse insensibles para no enfermar. Y así se va uno escondiendo en cárceles de argumentos y palabras. La jueza tenía algo incongruente en el rostro, como cuando visten de ancianas a las actrices jóvenes para un papel de abuelas o de ellas mismas años adelante.
La jueza habló desde sus razones, que son las que respaldan las leyes (al menos ella así lo cree), sin considerar las mías, y me pidió pagar la multa, “que puede ser menor si pagas antes”. Y salí de esos años de principios del XX -del milenio pasado- para entrar de nuevo a las calles de un noviembre particularmente caluroso en Colima.
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