Por Marcial Aviña Iglesias
Los abuelos de mi generación eran además de sabios, todos unos farmacéuticos, recuerdo que cuando estaba mal de la panza y me llegaba “él corre que te alcanza”, inmediatamente mi abuela, compraba una gaseosa sabor limón que le echaba 3 cucharadas de almidón de maíz o preparaba un brebaje al que llamaba “Limonate”, que incluía café molido, jugo de 2 limones, granitos de sal y agua, ¡vóytelas! Santo remedio. Y es que los bolillos con mantequilla repletos de azúcar eran la neta, al igual que los churros con chocolate en agua, así como “Los Machitos” con chile de molcajete -por cierto, ningún colectivo se incomodaba-; es más, algunos sexagenarios premiaban a sus nietecillos bien portados o que le iba bien en la primaria con una copita de vino tinto o rompope.
Cuando nos llegaba muy caro el recibo del cobro por el uso de la energía eléctrica, la abuela colocaba un vaso con agua sobre el medidor para que el próximo ya nos llegará más tolerable al bolsillo; con la seguridad de la bendición de nuestra jefecita íbamos a la playa tres adelante y cuatro en el asiento de atrás del coche, en esa época era común que hasta cuatro se subían en las motos para transportarse, los automóviles se podían estacionar en cualquier lugar a cualquier hora del día, y lo mejor, circulaban con menos prisa que hasta te podías echar una cascarita de futbol o jugar al Changarais en la calle, con el único riesgo de que la pelota te la ponchara la vecina porque cayó en su casa y en el pior de los casos que al lanzar un palo del citado juego de origen filipino rompieras el cristal de alguna ventana.
Eran tiempos en los cuales ni las resorteras ni las ligas que tiraban cascaras de naranja o de lima se consideraban armas peligrosas. Disfrutabas las tardes lluviosas de agosto -sí, incluso en esos tiempos llovía, hoy no-, sentado alrededor de la silla mecedora cuando la abuelita te platicaba historias inverosímiles y como no existía Google, se las creíamos, las puertas y ventanas durante el día podían permanecer abiertas sin el miedo de que se metiera alguien a robar, uno podía salir de casa y estar incomunicado sin teléfono durante horas y horas sin que nadie te molestará, se jubilaban a los 30 años laborables, eran amigos de sus nietos, ahora no y, lo más lamentable, los han convertido en patéticas pilmamas.
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