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COLUMNA: Tejabán

PorRedacción

Abr 29, 2024

Monólogo sobre Michael Tracy

Por Carlos Ramírez Vuelvas

Ya he dicho que viví algunos meses en Guanajuato, pero lo que no conté fue de La Valenciana, el pueblo minero del siglo XVII donde viví, que conserva una bocamina como herencia orgullosa. Lo que no dije es que el pueblo se ubica sobre la Sierra de Santa Rosa en el camino que va de Guanajuato a Dolores, Hidalgo, donde se asienta un antiguo convento de monjes franciscanos, donde ahora es la sede de la Facultad de Filosofía, Letras e Historia. Lo que no dije es que hacía un frío tremendo a pesar del sol dorado del amanecer, y yo vivía en un cuarto muy largo pero muy angosto, compartiendo techo con mi amigo Óscar Fernando Chapula, en un vecindario irregular -un terraplén volado entre los recovecos de una cuesta- donde también atesoraba su casa (el casco reconstruido de una hacienda vieja) un hombre extraño que sólo lloraba y lloraba. En el terreno de la casa resplandecía un patio enorme de jacarandas, pinos y abedules, donde brillaban un montón de mesas mullidas, herrumbres y polvosas, pero de maderas gruesas. Debieron ser una decena de mesas abandonadas a la inclemencia de aquel frío mañanero y aquellas lluvias de verano, pero esplendentes a la sombra de los árboles. Nosotros no teníamos ni una mesa de madera, ni un calentador y apenas un paraguas con lluvia incorporada bajo sus alas, y aquellas mesas nos hacían una ilusión tremenda, y cuando volvíamos de la escuela las mesas nos hablaba con la voz sedosa, sosegada y amable que tienen las mesas para hablar, cuando lo único que quieren es irse contigo para que escribas sobre ellas, para que escribas largas cartas sobre ellas, o poemas enteros sobre ellas. Así es que un día nos animamos a tocar la puerta de la ex hacienda de patio enorme con mesas que hablan, y nos recibió un hombre que sólo lloraba y lloraba. Tendría unos cincuenta años, aunque los mofletes rojos y las mejillas rojas y la frente enrojecida de tanto llorar y de tanto alcohol, porque alcohol bebía el hombre regordete que parecía más viejo y (eso sí) más cansado por la vida. Primero nos dijo que no quería saber nada de nosotros, pero que si queríamos acompañarlo a pasar a su casa éramos bienvenidos a compartir su llanto y su ginebra que había cultivado durante años para una ocasión especial, como esta ocasión que se había prolongado ya un par de semanas de llantos desde que murió su amigo. Debimos aceptar un trago, acongojados, pero guardamos la esperanza de que nos regalara una de sus mesas parlantes. Entramos a su casa y él seguía gimoteando y llorando, y algo nos decía de su amigo recientemente muerto, nos decía desde cuándo había muerto, por ejemplo, de qué enfermedad había muerto, también, pero no entendimos casi nada, porque su inglés era francamente malo y el de nosotros, la verdad, era poco bueno, porque él era de Texas y nosotros de Colima, y nosotros intentábamos decirle de las mesas que hablan, aquellas que tienes en el patio, abandonadas a la vía de los dioses y nos harían tanto bien para escribir nuestras cosas, nuestras cartas, nuestros poemas, pero él seguía llorando y luego insultó a las ardillas que mataba por afición, y nosotros vimos azorados un montón de esculturas que eran bustos de hombres atravesados por figuras de falos, o bustos de hombres cruzados por espinas, o bustos de hombres horrorizados por la inminencia de la muerte, o un montón de dibujos y maquetas de joyas, desbalagados, los dibujos, por todo el comedor y la sala y la terraza que tenía aquella vista tremenda sobre la sierra, donde estaban las mesas relucientes y robustas. Y Michael Tracy que, así se llamaba aquel hombre, nos dijo llévense la mesa y este ramo de flores lilas y llévense mis revistas de arte y este pollo entero que compré por la mañana, pero no tengo hambre, ni ganas de flores, ni de revistas, ni de pollo, lo que quiero es beber mi ginebra que he cultivado para una ocasión especial como esta segunda semana de luto y de viudez.

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