Por Carlos Ramírez Vuelvas
Antonio Alatorre escucha a Peso Pluma
Para Alí Calderón
Para Pedro Derrant
Fría como la sentencia a un acusado, la Biblioteca Nacional de la Universidad Nacional Autónoma de México era un maravilloso palacio de cristal que según la perspectiva que le viera, parecía hundido bajo una pequeña colina o coronaba un montículo de piedra volcánica.
Desde la recepción, apenas al cruzar la vigilancia, te parabas frente a seis pisos de libros, periódicos y documentos, que cubrían la historia moderna de México, desde el siglo XVI hasta las últimas novedades de las editoriales de moda. Dos elevadores subían y bajaban de manera permanente, a menos que alguno de los catorce sindicatos unamitas decidiera lo contrario, que podía significar que aquellos elevadores bajaran y subieran (o sólo bajaran y bajaran).
Y allá abajo, en la primera planta donde se ubicaban los antiguos tarjeteros de las fichas bibliográficas, un hombre de unos sesenta y cinco o setenta años de edad, movía con habilidad estudiada las mullidas tarjetas de papel. Se detenía un poco, de manera intempestiva, agitaba la cabeza, y de nuevo, con habilidad premeditada, sus dedos removían las tarjetas hasta que otra vez, súbito, se detenía y sacaba un papel y un bolígrafo para anotar un dato.
De inconfundible suéter verde de algodón, del que parecían nacerle, pegadas al cuello, las solapas de una camisa clara de corte americano fajada a un pantalón de pana de color azul, alcanzaba a ver la cabellera blanca de mi maestro Antonio Alatorre. Le rozaban las mejillas los cordones de sus gafas gruesas.
Con la sagacidad que solo otorga la experiencia, don Antonio Alatorre abandonaba el aula de la Facultad de Filosofía y Letras donde media hora antes estuvo interpretando un hermoso poema de Quevedo, una conferencia para cinco o seis fieles que acudimos a su seminario sobre poesía barroca (yo tomé el curso dos veces, aunque la segunda ya no tuviera validez curricular; era mejor para mí, tuvo una profunda validez emocional):
Definición de amor
Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.
Es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.
Durante más de un año fui asiduo permanente al palacio encantado de la Biblioteca Nacional. Dos o tres veces por semana, don Antonio Alatorre, antes de acudir a El Colegio de México, llegaba al área de consulta de la Biblioteca para revisar ficheros y pedir libros.
Me gustaba verlo: disciplinado, estoico y, seguramente, gozoso, sumergido en aquellos ficheros como lanzándose un clavado, guiado por los finos estiletes de sus dedos que removían las tarjetas con seguridad diestra.
También me gustaba imaginarlo en sus años de mocedad (al lado de otros tres escritores del Sur de Jalisco: Juan Rulfo, Juan José Arreola y José Luis Martínez), cómo habrá llegado a la Capilla Alfonsina a pedirle apoyo al maestro Alfonso Reyes, contándole la historia que después repetiría en su magnífico Mil y un años de la lengua española (y en varias entrevistas): en su natal Autlán eran tan pobres que su madre, para ahuyentar el hambre, les leí el Quijote.
Y cómo Alfonso Reyes le firmó una tarjeta de recomendación dirigida al director de El Colegio de México, Raimundo Lida, discípulo de don Ramón Menéndez Pidal (amigo de Alfonso Reyes, cuando el polígrafo mexicano se exilió en Madrid, España), sobrino de don Marcelino Menéndez Pelayo, padre de la filología española moderna.
Don Antonio Alatorre era una de las ramas del árbol genealógico (endógeno) de esta disciplina en la lengua española.
Pero también me gustaba imaginar a un treintañero Antonio Alatorre, ya curtido en los estudios de estos eruditos, deambulando en la Universidad de Princeton, un tanto desgarbado, un tanto hippie, leyendo a sor Juana Inés de la Cruz para organizar su seminario de Poesía y Prosa del Siglo de Oro en una de las mejores ocho universidades de Estados Unidos de Norteamérica.
Cuando me permiten impartir algún curso de teoría y crítica literaria, me gusta recordar el debate sobre crítica literaria que sostuvieron Antonio Alatorre y Eusebio Ruvalcaba en la década de los Ochenta. Son dos maneras de ver la vida, desde dos posiciones casi antagónicas, que inevitablemente obliga a reflexionar para qué sirve la teoría y la crítica literaria.
En su argumentación, Alatorre evoca los fundamentos de la filología clásica española: la fijación de la palabra, su interpretación y la preservación del significado desde su contexto histórico. Ruvalcaba, versado en la semiótica francesa de aquellos años, pensaba que era más importante el sentido contemporáneo de la palabra que su tradición.
Es un debate maravilloso que no se agotará en los magníficos ensayos de estos dos escritores, como no se agotará la belleza que expresa la palabra bien dicha, aunque muchas veces, elusiva, se esconda en los lenguajes más recónditos de la cultura y la naturaleza humana.
¿Se podrá hacer una edición crítica de las canciones de Bad Bunny, o de las piezas de Peso Pluma? La filología y los estudios culturales de finales del siglo XXI, ¿verán en ellos síntomas de la decadencia del siglo más violento del que registra la historia, o pensarán que su efervescente y fugaz exclamación de alegría fue una expresión de resistencia estética en este siglo condenado a la incertidumbre?
Entre otras cosas, la teoría y la crítica literaria sirven para divagar en las respuestas a esas preguntas que, tal vez, pensamos, no tienen demasiada importancia. O tal vez sí, cuando revisamos la relación entre la música popular y la cultura, cuando analizamos la relación de la música y la economía, cuando nos damos cuenta de que las mujeres y los hombres que nacemos, vivimos y morimos en este mismo siglo, escuchamos la misma música, leemos los mismos libros y vemos las mismas películas.
Entonces conviene preguntarnos si este es el relato que queremos preservar en la memoria de nuestros hijos, que es decir, la memoria del mundo que nos sobreviene.
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