Cuadros de Pancho Villa
Por Carlos Ramírez Vuelvas
I
En uno de los bares más sugerentes de El Paso, Texas, hay un cuadro de Pancho Villa pintado al óleo. Está colgado sobre una pared de color anaranjado óxido. El hombretón que ahí aparece, dibujado con colores claros, es el personaje reconstruido por la imaginería popular. Esa imagen es un índice icónico de Pancho Villa (sombrero, caballo, bigote, carrilleras, 30-30), pero ni el fondo, el paisaje de un trópico azulado, penetrado por el amarillo de un sol incandescente, ni la vestimenta, chaparreras beige de cabrito western y guayabera entallada de Mérida, corresponden a las recreaciones más objetivas que la Historia ha legado sobre el general de Los Dorados.
Colocado en un bar gringo, frecuentado por mexicanos, el cuadro adquiere una dimensión simbólica: los paisanos se toman una cerveza, miran de reojo al general y se quejan de las desavenencias de la vida cotidiana.
El 2010 fue propicio para revisar el centenario de la Revolución Mexicana y el bicentenario de la Independencia del país, a pesar de que los problemas más inmediatos de la sociedad mexicana defenestraron toda celebración reflexiva. Las críticas hablan por sí mismas, desde su silencio, en consonancia con las celebraciones nacionales. Se podría decir que centenario y bicentenario pasaron desapercibidos a tal grado que el historiador Enrique Krauze declaró que las festividades del centenario de la Independencia en 1910, con el Porfiriato en agonía y las revueltas de la Revolución como telón de fondo, fueron más relevantes para la vida nacional que los vanos esfuerzos de un siglo después.
A finales del 2010, la Universidad de Colima publicó el libro Una semana con Villa en Canutillo. Regino Hernández Llergo entrevista a Pancho Villa, que Antonio Sierra García y un servidor editamos. Se trata del reportaje histórico que en mayo de 1922 Hernández Llergo realizó sobre Pancho Villa y su Hacienda de Canutillo, en Durango, y que publicó en la primera quincena de junio del mismo año en el periódico El Universal. Villa sería asesinado en junio de 1923 en Parral, Chihuahua.
Carlos Monsiváis atribuye a la publicación del reportaje de Llergo, como la causa intelectual de la muerte de Villa. De ser cierto, la trascendencia del escrito de Hernández Llergo se habría mantenido en los corrillos durante tres años. Mucho tiempo para un texto periodístico que, como se sabe, suelen caducar al día siguiente de su publicacón. En todo caso es otra hipótesis que se suma al mito del Centauro del Norte.
Lo cierto es que en 1920 Villa había pactado su rendición con el gobierno de Álvaro Obregón, su acérrimo rival en el campo de batalla. La condición era que le concedieran la Hacienda de Canutillo: un casco en ruinas que el general deseaba desde hacía tiempo. Ahí, Villa, diligente y sabio, comenzó a construir su propia idea de lo que debía ser la revolución: trazó un pueblo para 10 mil personas, construyó la escuela Felipe Ángeles, electrificó el primer cuadro de la población y utilizó la iglesia como tienda popular. Luego se dedicó a dar lecciones de moral y uso de instrumentos para la labranza, la herrería y la ganadería.
O eso era lo que Villa le contaba a los medios de comunicación que iban a entrevistarlo, como fue el caso del periodista Regino Hernández Llergo. Ya es conocida la relación del general con los medios de comunicación, relación que hasta la Twenthy Century Fox registró para la posteridad en imágenes proyectadas en nitrato de plata. Villa estaba consciente que de esa manera construía, auxiliado por los periodistas, un discurso sobre la Revolución.
Por eso, cuando Hernández Llergo presentó este cuadro progresista, dicen los expertos, provocó la ira de Plutarco Elías Calles, quien ordenó asesinar al jefe de los Dorados para que no fuera la molestia política que ya era. Además, en ese mismo reportaje, el general se manifestó a favor de Adolfo de la Huerta, y no de la continuidad de Calles. La verdad es que Villa siempre fue una molestia para el poder.
Para esa época, Hernández Llergo era un mozalbete de no más de 25 años, pero tenía unas ganas tremendas de comerse al mundo de la prensa mexicana. Desde los 13 o 14 años, en su Tabasco natal, había comenzado a publicar periódicos escolares. Allá conoció tres figuras tutelares que lo formarían en el universo de los medios impresos: su padre, periodista; su padrino, Félix Fulgencio Palavicini, futuro director de El Universal, periodista; y su profesor de escuela, periodista. Llergo estaba destinado al periodismo, de la misma forma que estaba destinado a diseñar impresos que agradaran a lectores masculinos.
Por eso fundaría Alarma, Diversión y Sensacional, clásicos del periodismo amarillista y obsceno, con mujeres desnudas en pose provocativa que luego saltarían a la fama: ahí se pueden ver las primeras curvas de Lucía Méndez, de Olga Brinski o de Verónica Castro, por citar a tres destacadas de la farándula que aparecieron en las páginas de las empresas de Hernández Llergo. Los contenidos de Alarma ya pertenecen al imaginario popular mexicano, con cuerpos desmembrados, magulladuras sobre las extremidades, escoriaciones en la piel, cabezas degolladas, todo ilustrado por imágenes en close up, primeros planos y zoom profundos.
Hernández Llergo fue el gran introductor de la fotografía a las planas de la prensa, negocio que aprendió en Los Ángeles, California, cuando trabajó para La Opinión, periódico que aún circula y recuerda con cariño al también fundador de Hoy, Mañana y Siempre, esa trilogía de prensa ideológica moderna en México, que definió a la práctica del periodismo del país como el gran generador de la agenda de la vida política. El negocio de los medios de comunicación no es un negocio económico (que también puede serlo), es sobre todo político, habría dicho Hernández Llergo que alcanzó un escaño en la Cámara de Diputados como lo había hecho su padrino, Félix Fulgencio Palavicini.
Pero los resultados de cómo se conocieron estos dos revolucionarios, es un segundo cuadro sobre Pancho Villa. La vigencia del reportaje de Llergo no sólo es histórica. Leído desde un plano ideológico simbólico, alcanza otros matices: el lienzo donde se proyectan los propósitos de construcción de un Estado, sobre la base de una de las patologías más complejas y superficiales de México: el machismo en el poder.
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