Hablar con los muertos
Por Antar Martínez-Guzmán
Noviembre llega oliendo a copal. Brotan por todas partes altares coloridos con papel picado, rebosantes de comidas y bebidas, velas encendidas, flores de cempasúchil, cráneos caricaturescos hechos de azúcar, retratos de difuntos y algunos de sus artículos personales de uso cotidiano. Casas, escuelas, oficinas, negocios y plazas se invaden de estas ofrendas, instalaciones simbólicas y materiales que, a través de caminitos y cruces de sal, invitan a las personas que se han ido a venir de visita y disfrutar del festín que les hemos preparado. El cementerio se vuelve escenario de una verbena popular donde suena la música y corren los tragos. Por las calles posan y bailan catrinas con elegantes vestidos raídos y grandes sombreros sobre sus caras cadavéricas. Se recitan versos chocarreros –“calaveritas”- sobre escenas hipotéticas donde la calaca, tilica y flaca, de la que nadie se escapa, la muerte santa, viene a llevarse a todo tipo de personajes por sus vicios o virtudes.
Esta temporada que apelamos como Día de Muertos (y que en realidad comprende 2 o 3 días) puede ser descrita como un ritual carnavalesco donde, como sugiere el historiador y filósofo ruso Mijaíl Bajtín, el tiempo ordinario y los ordenamientos de la vida diaria se suspenden. En este lapso las rutinas se trastocan y los supuestos con que operamos en la vida cotidiana se relativizan. El carnaval crea una atmósfera que envuelve a las personas y a las comunidades. A estos acontecimientos no se asiste, sino que se viven. De modo que, al menos por esos días, nos dejamos conducir por un relato donde nuestros seres queridos fallecidos acuden a nuestro encuentro. Nos metemos a una cosmogonía de mundos e inframundos, donde es posible establecer algún tipo de puente con un lugar que, ante las limitaciones de nuestro lenguaje terrenal, llamamos unánimemente “más allá”.
Podemos pensar que los altares y los festejos del día de muertos constituyen ensamblaje, una red de elementos heterogéneos -objetos, plantas, palabras, canciones, atuendos, luces y sombras- que se articulan y se disponen de cierta manera para cumplir sus funciones: recordar a nuestras personas difuntas al mismo tiempo que convocarlas. Mantener un diálogo simbólico entre quienes vivimos y quienes han partido. Se trata de un dispositivo de memoria, pero también de un canal de comunicación; un singular mecanismo donde se acoplan recuerdo e interacción.
Hay quienes han sugerido que se trata de una forma cultural de elaborar el duelo. No estoy seguro. Si fuese así, tendría que ser un duelo colectivo, popular y generalizado (no personal y privado como suele concebirse predominantemente) y además festivo (lejos de los sentimientos lúgubres y resignados que se le atribuyen). Este ensamblaje entrelaza nostalgia y celebración, trueca la ausencia en presencia y nos permite convivir con nuestrxs muertos y muertas a través de una miríada de elementos que hacen las veces “tecnologías de la reunión”. Aparatos de recuerdo constituidos por elementos materiales variopintos; el pan, las flores, el copal, la sal, las ropas, el maquillaje, los retratos y los enseres personales (una corbata, una guitarra, una pulsera, un libro).
En noviembre México huele copal y nos fascina el mundo en el que nos introduce. Se crea una atmósfera que embelesa a propios y a extraños, a nacionales y a extranjeros y que, tristemente, tampoco se salva del todo de las lógicas de la mercantilización y turistificación. Pero este colorido ensamblaje mexicano no es sino uno más de las innumerables tradiciones y métodos que se han creado para buscar interactuar con los difuntos. A través del tiempo de las culturas, observamos diversas y muy imaginativas maneras en que se ha materializado esta singular obsesión. Impulso humano recurrente que quizá obedezca a nuestra trágica conciencia de finitud, a nuestra necesidad de lidiar con la difícil pero inevitable circunstancia de perder lo que amamos, o con la intención de generar pertenencia, memoria colectiva y continuidad comunitaria.
Para la tarea se han ideado diferentes medios y mecanismos que van desde la antigua nigromancia de las culturas mesopotámica y persa, pasando las prácticas espiritistas donde una médium promete -a cambio de la cantidad adecuada de monedas- hablar con el ser finado del cliente en turno a través de sus poderes psíquicos, hasta el popular juego de la güija que aparece frecuentemente en las reuniones de adolescentes alrededor de la media noche. Como nos han enseñado los estudios de la ciencia y la tecnología, los medios y las herramientas que construimos reflejan las preocupaciones de nuestro tiempo y dan cauce a añejas obsesiones que venimos cargando. Pero a la vez -y de manera significativa- estos medios y herramientas moldean también nuestros anhelos y obsesiones, les dan forma y les conducen por determinados derroteros. Las tecnologías que creamos también nos crean a nosotrxs.
Hoy nos asombra ese conjunto de herramientas computacionales, programas y máquinas que llamamos, no sin cierta ambigüedad, inteligencia artificial (IA). Tecnologías que empiezan a penetrar, de manera masiva y acelerada, en muy diversos ámbitos de la vida cotidiana y de la organización social. Máquinas que tienen la capacidad de aprender y resolver problemas a través del procesamiento de grandes cantidades de datos, la identificación de patrones y del uso de modelos de procesamiento de datos para la generación de lenguaje natural. Estos cacharros capaces de hablar y de imitar la interacción humana con un grado sorprendente de naturalidad, rápidamente han sido puestas al servicio de la añeja obsesión de hablar con los muertos.
Los avances tecnológicos de la IA permiten poner a disposición chatbots impulsados por algoritmos complejos que simulan los patrones de lenguaje y personalidad de nuestros seres queridos finados, utilizando las huellas digitales (mensajería, contenido en redes sociales, correos electrónicos) que dejaron en vida. Estos deadbots aprende a imitar sus estilos de interacción y crea una especie de avatar con el que puede conversar en tiempo real. Imagina recibir un mensaje por de tu abuelo fallecido, con su tono de voz y sus bromas habituales, preguntando cómo te fue hoy en el trabajo. Con distintas posibilidades y formatos, aplicaciones y plataformas como StoryFile y HereAfter forman parte de esta variada y creciente industria digital para después de la muerte. Eternos.life, por ejemplo, ofrece diferentes planes a distintos precios: puedes elegir entre legacy, inmortal o eternal en función de la calidad de la voz replicada y el ancho de banda para para procesar los datos o “recuerdos”.
Por su parte, la empresa de IA “You Only Virtual” (YOV) nos propone, como una innovación central en su mercadotecnia, la idea de versona, que define como “una persona virtual diseñada exclusivamente para replicar el estilo de comunicación de alguien con la precisión esperada”. En su portal de internet presentan sus servicios de la siguiente manera: “A diferencia de otras plataformas, YOV entiende que no existe una personalidad universal para un individuo. Creemos que las personas tienen múltiples versiones de sí mismas, moldeadas por la dinámica única de sus interacciones con los demás. La IA avanzada de YOV captura estas variaciones matizadas, lo que nos permite recrear la versión más auténtica y personal de usted o sus seres queridos. Nuestra plataforma garantiza que las interacciones recreadas se sientan genuinas y fieles a la relación original”.
Estas tecnologías plantean un nuevo escenario que -como todo lo que ocurre con las IA al día de hoy- tiene consecuencias aún inciertas e implicaciones éticas, políticas y existenciales que aún no logramos desmenuzar del todo. Quizá lo que nos sobre por ahora sean preguntas y algunas inquietantes intuiciones. ¿Qué tipo de conversación se tiene con una IA que aprende a responder como una persona fallecida lo habría hecho en vida?, ¿cuál es la cualidad social u ontológica de ese encuentro?, ¿se haya ahí algún tipo de consuelo? Aún sin saber muy claramente hacia dónde conducirá este panorama, ya se puede entrever que tendrá consecuencias importantes para la forma en que se desarrolla el duelo, y para las propias concepciones de memoria y de muerte.
Algunas de inquietudes que empiezan a manifestarse giran en torno a la autenticidad de la interacción y al respeto por la memoria y la identidad de las personas fallecidas. Una máquina que habla en nombre de alguien que ha muerto genera, en última instancia, una manipulación de su identidad y una apropiación de su voz. Surgen preguntas sobre las implicaciones éticas al reproducir la imagen y las palabras de alguien que ya no puede decidir sobre su propia representación o “gestionar sus impresiones” (como diría Goffman), así como nuevas formas de consentimiento relativas a personas fenecidas. Estas plataformas y programas pertenecen además a empresas privadas y a grandes corporaciones que se adueñan de las huellas de información que dejaron las personas fallecidas; fotos, mensajes, conversaciones, correos. El duelo y la memoria, el añejo impulso de buscar a nuestrxs muertos y muertas, se vuelven objetos de producción y consumo en el contexto del capitalismo digital. Imagina -como se ha dado el caso- recibir un mensaje de tu abuela fallecida haciendo recomendaciones publicitarias con sus típicos ademanes. El uso de la IA para hablar con los muertos revela tanto la profunda necesidad humana de trascendencia de la finitud y continuidad del vínculo, como el régimen en expansión de masiva digitalización y datificación de la vida.
Ciertamente, las tecnologías que construimos nos constituyen recíprocamente y conducen nuestros temores y anhelos por devenires particulares y divergentes. El ritual carnavalesco del día de muertos generar momentos de reunión celebratoria en un tiempo-espacio delimitado: abre portales que luego cierra, facilitando el encuentro, pero también la despedida. Pasados los primeros días de noviembre, se recogen los altares, se marchitan las flores, se guardan los ajuares, el pan de muerto se termina de comer y se deja de hornear… hasta el siguiente año. El dispositivo “día-de-muertos” nos introduce en un tiempo cíclico, como el de las estaciones y el de la propia vida. En contraste, la extensión del vínculo con la representación digital de la persona fallecida instaura una relación potencialmente interminable, una especie de inmortalidad digital, una virtualización del luto que lo dilata o incluso lo imposibilita, puesto que el luto es, por definición, un tiempo acotado. El día de muertos nos plantea una aceptación gregaria de la muerte, un ritual festivo donde se propician encuentros vitales. Nos saca a la calle, nos reúne con familia y amistades, nos vincula con la materialidad de las flores, la música y los altares. Los deadbots privatizan el vínculo y aíslan la experiencia a través de dispositivos personales. Desanudan las confluencias y nos sumen -aún más- las narices en las pantallas.
Nuestras tecnologías también nos conforman y hay algo en las novísimas máquinas que reseña la incapacidad actual de convivir con la pérdida y la finitud. Algo en el espíritu de nuestros tiempos y tecnologías que es renuente a aceptar los límites que articulan la experiencia y el encuentro. Una cultura en donde la conclusión o el cierre le resultan intolerables y busca guarecerse en la lógica del “más siempre” y del unlimited access. Un aparato que desdibuja los ciclos y desbarata la fiesta porque la vida, para ser fiesta, ha de iniciar y ha de terminar. El ensamblaje del día de muertos nos conduce por una ruta bien distinta, donde hablar con los difuntos es, en última instancia, un acto poético. Un contacto con lugares, personas y objetos con los que compartimos tránsito por un mundo de finitudes. Un encuentro que tiene lugar de vez en cuando y que, precisamente por eso, vale la pena celebrar; como cuando recibimos una visita inusual y entrañable en días como hoy, que ya huele el copal.
antar_martinez@ucol.mx
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