Sobreviviendo al caos citadino
Por Marcial Aviña Iglesias
Quienes habitamos esta ruidosa ciudad, con sus baches que ya son cráteres, banquetas molachas, gente que a diario te encuentras pa´ ir a la chamba pero que ni sabes quiénes son, estamos conscientes que al salir de casa, ya sea para caminar, rodar la bicla o subirte a sus camiones enfermos de laringitis aguda, es toda una aventura, aquí, además del tráfico kamikaze, transitamos la experiencia extrema de evitar que te arrolle algún pendejo detrás del volante al echarse de reversa sin precaución de alguna tienda de conveniencia, pisar la caca de la mascota del vecino que se hace de la vista gorda cuando le abre la puerta de su casa con tal de que no se haga en el sofá.
Si eres de los de a coche, en las horas pico recorres 2 horas de una distancia que normalmente se lleva 20 minutos, hay más gente que bichitos en un hormiguero en cualquier supermercado, y si pones atención, no todos van de compras, las paupérrimas plazas con las que contamos se atascan de personas que igual, ni compran lo que ahí venden, pues en su mayoría van a refrescarse con el aire acondicionado; curiosamente, la muchachada se sienten de primer mundo tomando un frio o caliente café en esas cadenas multinacionales estadounidense de cafeterías que hay por acá, y que en tierra de gringos -según mis primos de Oklahoma- su clientela frecuente son indigentes y limosneros.
Para este tipo de aventuras, que en la speedica ciudad uno vive al salir el Astro Rey, pero que el viejo tic, tac, ya nos anticipó lo que a diario nos depara la hermosa rutina, póngase sus tenis, échese desodorante en la bisagra pa´ que no le chille la rata, un guen perjumito de esos que despiertan la libido salvaje y no olvide que el dominguito de asueto lo espera lo más cercano a una excursión, La Cumbre con sus 770 metros de altura y su pastito sintético, así como algunos sentimientos humanos.
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