Por Marcial Aviña Iglesias
¡Estoy en medio de una parvada de pichones neuróticos que picotean el asfalto como si fueran buscando el maná del chapopote más añejo! Mientras tanto, yo estoy ahí, con las suelas desgastadas sobre el filo del machuelo más cariado de la vieja banqueta, rodeado de cláxones que suenan como si estuvieran celebrando la fiesta de la alarma y rechinar de llantas que parece que están bailando salsa. La pared que tengo a mi espalda es un imán de grafiti catártico, como si los artistas callejeros estuvieran tratando de exorcizar sus demonios.
Miro a una limusina amarilla, le chiflo como un pastor al rebaño, se detiene, y como siempre, al subir a un taxi, me preocupan dos cosas: la clásica estafa con la tarifa según la cara de nango que uno ponga, y la otra es lo veloz que conduzca el chófer, como si estuviera compitiendo en las 24 horas de Le Mans. ¡Y si no te suben otro pasaje mientras aún no te has bajado, es como si estuvieras en un juego de Tetris humano!
Era en el transitar kamikaze de las 3 de la tarde, íbamos por el carril derecho, como en una película de acción, cuando casi chocamos con un coche que salió como alma que lleva el chamuco. Gracias a la pericia del taxista, que frenó justo a tiempo, el vehículo se derrapó y por poquito le pegamos al auto que quedó frente al nuestro. Para acabarla de amolar, el tipo que ocasionó el incidente nos refrescó la memoria de nuestra venerable jefecita, sacando las manos por la ventanilla como si estuviera bendiciendo a la multitud.
Entre lo apendejado del susto, casi entré en shock al observar un milagro… sí, un suceso celestial: el taxista, en lugar de responder los improperios, de forma parsimoniosa le ofreció una disculpa. ¡Es como si hubiera visto a un ángel en el asiento del copiloto!
Confundido, le pregunté de su actitud, y él respondió argumentando que muchas personas van como los camiones recolectores de basura, llenos de sentimientos caducos como la frustración, rabia, envidia y decepción. Necesitan buscar un depósito donde arrojar toda esa inmundicia, y si uno también anda con su basura, entonces le topas descargándola hasta ver quién es el que se llena más rápido. Por lo tanto, como eso ya lo sé, prefiero no ser recolector ni depósito, opto por quedar como ecologista y reciclar la experiencia de tal forma que me permita cambiar la manera de pensar negativa en positiva. Amigo, tú, ¿qué prefieres, depositar o reciclar? ¡Instala tu propio convertidor catalítico cerebral!
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