La escuela en busca de sentido
Por Joel Nino Jr.*
Viktor Frankl escribió en su emblemática obra El hombre en busca de sentido que incluso en los escenarios más oscuros, el ser humano puede sobrevivir si encuentra un sentido que le sostenga. Hoy, la escuela, como institución, vive su propio campo de pruebas, entre exigencias más allá de sus posibilidades, interpelada por la tecnología y desafiada por un mundo que cambia a un ritmo inédito.
En un tiempo en el que la información circula casi sin restricciones, donde la inteligencia artificial produce en segundos lo que antes tomaba años de investigación y los caminos de la movilidad social se han difuminado, resuena una cuestión decisiva, la de para qué queremos a la escuela y cuál será el sentido que sostenga la legitimidad que históricamente le ha dado viabilidad.
Lo que se aprende en la escuela sigue siendo el mejor camino para mejorar la calidad de vida individual y colectiva. El reto estriba en reconocer cómo seguimos legitimando ese aprendizaje en un tiempo donde el círculo virtuoso que debería sostener la educación en la sociedad se encuentra roto o, al menos, resquebrajado. Allí radica una tensión estructural más que un problema de la escuela en sí. Como en la lección de Frankl, lo más importante es reencontrar un sentido que permita valorar lo que se aprende en la escuela, desde convivir con otras personas y pensar críticamente hasta construir identidad, entre otros ejes que dan forma a la experiencia escolar.
En ese escenario de reflexión y de tensión, corresponde a la propia escuela poner el tema en el centro e impulsar una gran conversación que reafirme el pacto social que le dio origen como motor de la sociedad. La escuela es, al fin y al cabo, un pacto intergeneracional, el acuerdo tácito de que cada generación comparte con la siguiente lo mejor de su experiencia y su esperanza. Esa tarea es, además de educativa, profundamente política.
Sin embargo, no basta con que la escuela genere reflexiones. Su vigencia dependerá también de la capacidad de incidir en cambios reales, de traducir sus aprendizajes en transformaciones estructurales que respondan a las desigualdades, a las fracturas sociales y a los desafíos de nuestro tiempo. La escuela no puede ni debe quedarse en la teoría ni en el discurso, debe ser génesis de prácticas que renueven la vida colectiva.
En tiempos de incertidumbre, la escuela es más necesaria que nunca, no porque tenga todas las respuestas, sino porque es el lugar donde aprendemos a formular las preguntas que nos sostienen como sociedad. Lo apuntó Juan Villoro al recibir recientemente el Doctorado Honoris Causa en la Universidad de Colima (UdeC), “las universidades son espacios de supervivencia del conocimiento humano”. Esa certeza vale también para la escuela, que resguarda lo que nos permite seguir siendo humanos y nos ofrece la posibilidad de construir un futuro común.
Reafirmar el sentido de la escuela es, en el fondo, reafirmar la pregunta por lo humano y, al mismo tiempo, el pacto social que la sostiene. Esa es su vigencia más profunda, la fuerza que tiene para recordarnos que el conocimiento no tiene valor por sí mismo si no está vinculado a la construcción de un sentido compartido. En un mundo donde la incertidumbre se expande, la escuela puede y debe ser el espacio que nos permita sostenernos en lo esencial.
La escuela en busca de sentido es, así, la metáfora de nuestra época. Si le devolvemos sus propósitos fundacionales -formar personas capaces de convivir, pensar críticamente y cuidar lo que nos une-, entonces seguirá siendo una institución legitimada por la fuerza y trascendencia de su significado, el espacio donde se cultiva lo humano.
*“Pedagogía en voz alta” es una columna de la Facultad de Pedagogía. El autor de este artículo es profesor en el plantel y secretario general de la Universidad de Colima.
**Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

