El único colimense nacido en Alemania
Por Carlos Ramírez Vuelvas
Me dijo un amigo que estudió 2 semestre de la Licenciatura en Historia, que leyó en los testimonios de ciertos cronistas de finales del siglo XVIII, que cuando el sabio alemán Alexander von Humboldt cruzó de Michoacán a Colima, siguiendo el trazo del eje transvolcánico, se detuvo a la altura de Cuatro Caminos y volteó a ver los volcanes de El Nevado y El Colima, y que en perfecto alemán, pero con voz un tanto engominada -cada quien se la puede imaginar como guste, yo me la imagino así- dijo: “Ira nomás, que requetebonitos se miran ese par de cerros, han de ser los volcanes más bonitos que halla puesto Dios sobre la tierra”.
Me dice mi amigo (que iba a ser buen historiador, pero como quedaron embarazados él y su señora, ya no pudo continuar con sus estudios) que entonces Alexander von Humboldt hizo lo que un colimense de buena cepa haría (ya se sabe que los colimenses nacen donde se les antoja): mandó traer al mejor pintor de Alemania para que le dibujara los 2 volcanes -grandes, azulados, bonitos- porque quería recordarlos siempre donde anduviera.
Como Johann Moritz Rugendas ya andaba por estos lares, pintando lagos y mares en Argentina, se lo trajeron a Colima para que pintara los volcanes. En aquel entonces la gente sentía que las distancias eran más o menos lo mismo, ya fuera de Hamburgo a Manzanillo o de Antofagasta a Villa de Álvarez, siempre que al salir de casa se saliera bien abrigado, las distancias se sentían igual.
Cuando le llegó el mensaje a Johann Moritz Rugendas, el pintor ya había sobrevivido a un rayo que le cayó en la mera mollera mientras recorría la Sierra de Ramón cerca de Santiago de Chile. Rugendas pensó que nada más malo le podría suceder si venía a Colima, porque (aunque se lo dijo a poca gente al final todo se sabe) no sólo le cayó un rayo en la mera mollera mientras andaba en la Sierra de Ramón cerca de Santiago de Chile, sino 2 rayos. Uno cuando subía, al tropezar con la primera piedra como quien tropieza con la primera tormenta, y otro al bajar cuando sí se tropezó con la segunda piedra, y como el hombre es el único animal que tropieza 2 veces con la misma piedra, también puede ser el único que se moja 2 veces con el agua de lluvias diferentes, sin tomar nunca siquiera algunas precauciones.
Nada más malo me puede pasar en estos tiempos de penurias, pensó Johann Moritz Rugendas cuando recibió la invitación del hombre más sabio de la tierra, Alexander von Humboldt, que pasaba por Colima, divisó los volcanes, vio futuro en el negocio de la sal (la quería para extraer plata) y se fue rumbo a la Ciudad de México donde tenía la encomienda de fundar, precisamente, la Escuela de Minería.
Y aunque en ese tiempo la gente pensaba que las distancias largas medían lo mismo que las distancias cortas, siempre que se anduviera bien abrigado, lo cierto es que el tiempo nunca ha engañado a nadie. El tiempo es cosa honesta y verdadera, no falsea ni perdona. Cuatro veces fue y vino Alexander von Humboldt de Colima a México y de México a Colima, hasta que por fin se encontraron él y el pintor Johann Moritz Rugendas llegando al Lago de Chapala por el lado de Jamay, donde hacía menos calor aunque hubiera más mosquitos (ah, esa costumbre colimense de andar de rezongón).
Por cierto, para entonces, Alexander von Humboldt ya había adoptado cierto tiple colimense, así es que con ese tono le preguntó al pintor: “¿Y eres de los Rugendas de con Mauricio el boticario allá en Westfalia?” A lo que le respondió el pintor: “Somos de los mismos Rugendas, pero el boticario es primo hermano de mi papá. Casi no nos hablamos desde que se murió mamá Lucha”.
El comentario sirvió para romper el hielo. Ya en confianza, Alexander von Humboldt le explicó a Johann Moritz Rugendas que deveras le habían gustado los volcanes de Colima, que le tocó verlos en el invierno y luego en primavera, pero que le habían gustado más en el invierno, que por favor quería que se los pintara porque le habían ofrecido un buen puesto en la Escuela de Minería, pero que extrañaba mucho, mucho, mucho, a Colima, y que quería colgar el cuadro de los volcanes en su oficina para recordar siempre estas tierras iluminadas por la mirada bondadosa del sol.
Y así fue como se inventó la tradición de que cada colimense nacido de buena mujer y de buen hombre, cuando vive lejos de estas tierras luminosas, debe colgar por fe honesta y verdadera como el tiempo, un cuadro hermoso, o una fotografía decente, o por los menos un calendario de “El Golfito” con las imágenes de los volcanes, en la sala de su casa. Y cuando llegue la visita y sea la hora de irse, pero no se quieran ir, el anfitrión colimense debe comenzar con la siguiente historia: “Me dijo un amigo que estudió 2 semestres de la licenciatura en Historia…”
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