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COLUMNA: Tejabán

Por Redacción Abr8,2024

Antes caminaba a San Francisco (de Almoloyan)

Por Carlos Ramírez Vuelvas

Caminábamos largo, todas las tardes, desde Lomas Vista Hermosa hasta San Francisco. Esos era unos tres kilómetros, aunque yo no sabía de medidas y aquel camino me parecía suficiente para vivirse una vida entera. Fue una infancia entera.

Ahora que, sin saber de medidas me he vuelto tristemente mesurado, sé que la ciudad era tan pequeña como esa infancia, y que aquellas tardes rojas quizás no existieron, aunque tengan el sentido de una vida en mi memoria.

Mi madre y yo caminábamos, diligentes, a veces tomados de la mano, a veces no, escuchando los ruidos de la tarde de una ciudad que, por fortuna, como yo, se negaba a crecer.

Como yo, la ciudad siempre ha sido víctima de pensamientos equivocados, así es que el camión que circulaba de oriente a poniente se llamaba perisur, y el que transitaba por el boulevar principal se llamaba anillo de circunvalación.

Sólo en algunas ocasiones tomamos uno de esos camiones, porque mi madre y yo preferíamos caminar, viendo, altivos, el tránsito de los camiones y de los automóviles, como si un orgullo interior, una tarea religiosa, nos obligara a caminar por las tardes hacia San Francisco a visitar la casa de mis abuelos maternos.

Pasábamos una plaza comercial que ahora es diez veces más grande; pasábamos un cine que ya no existe, y una clínica que ya no existe, sobre un río que aún existe aunque casi siempre sea un río fantasma, salvo en el verano cuando nuestros demonios se despiertan con las tormentas.

Pasábamos la escuela secundaria y la Normal, seguíamos por esa curva frente a una extinta nevería con ínfulas californianas, hasta que la explanada amplia y gris del jardín de San Francisco nos daba la bienvenida.

Frente a ese templo, frente a las ruinas coloniales que ornamentan al jardín desde el siglo XVIII, vivían mis abuelos, custodios de un San Antonio bailador al que adoraban las personas perdidas por el amor y a las que el amor había abandonado.

Como mis padres. Mi madre me decía que ahí hubo unas canchas deportivas, y que en esas canchas deportivas comenzó la historia que hoy escribo.

Mi madre me decía que ahí se conocieron ella y mi padre.

Ahora que viajo en avión de Chihuahua a Quintana Roo, o de Puebla a Manzanillo, y veo en la ventanilla el cielo derramándose de azul como un vaso al que se le tira el agua de tanto amor lleno, pienso que todos los caminos comenzaron (y terminarán) en aquel camino interminable.

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