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COLUMNA: Escribanías

PorRedacción

Abr 11, 2024 #Opinión

Overhaulin a la política electoral mexicana

Por Rubén Carrillo Ruiz

Fue un programa popular de la televisión estadunidense en los inicios del milenio. Tan exitoso, que 2 décadas posteriores no me lo pierdo en el Discovery Channel y resulta apto para nuestro turno político.

Overhaulin es divisa útil para esta época del país. El programa consistió, básica y generalmente, en la restauración de un coche antiguo, en mal estado, pero bienquisto por su propietario. Al final, el carro viejo con todo nuevo (pintura, motor, accesorios, música ensordecedora) era el mismo y otro, en simultáneo. Y producía la renovación anímica del dueño y recuperaba, al menos de forma instantánea, su horizonte de expectativas. Una suerte de gatopardismo vehicular.

Sin ninguna proporción guardada, eso ocurre en el arranque (pues todos los  candidatos están acelerados) de un proceso electoral que pondrá a prueba la continuidad o fracaso de la autollamada Cuarta Transformación; de sus logros nulos en lo económico, la seguridad, sus medidas contra la delincuencia organizada (del narcotráfico y la corrupción oficial, que, a veces, son una y la misma) y, en general, al discurso en boga: se apela al léxico progresista (juarista, cardenista, liberal y decimonónico) sin calafatearlo, es decir, como si el mundo no hubiera tenido Segunda Guerra, otras conflagraciones, la beligerancia fría se haya descongelado con la caída del Muro de Berlín y, más estrepitosa, de la URSS. Asimismo, que otros enfrentamientos bélicos en Oriente Próximo y el derrumbe de la iconografía capitalista norteamericana fragmentaron la bipolaridad del mundo. Como si no existieran asombrosos avances tecnológicos que modificaron radicalmente las mentalidades y comunicación.

Estas huestes partidistas, para bien o para mal, se arrogan una representación de la cual carecen. La izquierda está descafeinada, pues preocupa que sus líderes actuales (provenientes todos del statu quo) hojalatearon el discurso opositor auténtico, lo suplantaron y ahora lo rentan para la gradería: cómo es posible que los Bartlett, Ebrard y Monreal sean quienes pataleen con causas que antes defendieron cuando eran parte de la grey priista y ahora se asuman en la supuesta vanguardia ideológica. Pero también la actual oposición resulta en amasijo champurrado de varios males no purgados por sus prosélitos y dirigentes: urge un replanteamiento de sus oquedades discursivas, más creíble, genuino.

Mi generación y otras 3, son herederas de un concepto: crisis abisal, y no hay luz porque (además de que la CFE la cobra carísima) no es de un túnel sino de una sima escabrosa, traducida en perspectiva ruinosa, colectiva, desesperanzada.

Por eso recordé un artículo espléndido que escribió Daniel Cosío Villegas hace medio siglo. Lo tituló Rogativa y fue publicado en el Excélsior de Julio Scherer (padre, por supuesto, no el negociante jurídico homónimo y filial). Van 2 párrafos a guisa de ejemplo: “Y es de esperarse (…) que nuestros nuevos gobernantes acepten y obren guiados por ciertas verdades que suelen perder de vista dado su carácter obvio. Una, que es literalmente imposible gobernar una nación contra su voluntad. Otra, que es sumamente ingrato gobernarla contando tan sólo con su indiferencia o su tolerancia. La tercera, que no pasa ni pasará a la historia un gobierno que sólo deja la huella de sus obras materiales, así sean imponentes físicamente, entre otras razones, porque el pueblo está harto del sarcasmo de decírsele que se han hecho en su beneficio, cuando sabe de sobra que el verdadero motor de su promoción es el enriquecimiento personal de quien lo discurre (…) No hay, pues, otro modo de hacer un gobierno fecundo sin contar con el respeto, con la adhesión, incluso con el apoyo reverente de los gobernados. Por eso, me parece fuera de toda duda que en la coyuntura en que nos hallamos, México no necesita tanto un líder político; tampoco un reformador administrativo; ni siquiera un promotor enajenado de las obras públicas. Por lo que clama es por un líder moral, que sirva de ejemplo y de inspiración a todo el país”.

Promesas y promesas, el idioma a la deriva

Experimentamos el naufragio permanente con vocabulario equivocado que, bajo apariencias a veces intelectuales y con frecuencia técnicas, discurre y despolitiza a los ciudadanos, quienes, víctimas acríticas del fenómeno, perciben escasamente cómo los excesos originan pérdida de la conciencia política. Una causa, el desconcertante uso de las palabras en actores político-mediáticos.

Los políticos continúan sustituyendo la realidad de la acción política por la obsesión icónica que retratan los medios de comunicación, más ahora que abundan las caníbales redes sociales: muchos creen que las selfies o imágenes prueban la condición física laboral o cumplimiento de promesas. Sin embargo, esta interferencia todavía engaña a los bobos.

Una palabra abusada es “consenso”, que goza de consideración usurpada. La presentan como culminación democrática, el punto donde todo mundo está de acuerdo sin que nadie se vea obligado. En realidad, se trata de una falsificación. La ideología del “consenso” elimina la oposición, el debate y deliberación en todos los ámbitos, pues supone la existencia secreta de un consentimiento general para que todos estén, aparentemente, de acuerdo con él. Es un principio ráfaga de intimidación de la mayoría que cierra la boca sin pensar. El poder hábil, entonces, solo presenta sus elecciones como expresión consensuada —generalmente fabricada por encuestas— y el ciudadano zombi lo seguirá como criterio creíble.

Otro vocablo es “diálogo”: oculta decisiones autoritarias con apariencia de apertura. La comunicación política está inundada de encuentro, diálogo, consenso, comunicación, cuyos significados enmascaran realidades contrarias a lo que designan y soslayan los profundos desafíos de la política como lugar para el debate sobre lo posible.

El acuerdo sobre las palabras obliga a ponerse de acuerdo sobre las cosas. El discurso “político” tiende a convertirse en lenguaje místico para engañar al votante idealista. El problema es que estas palabras se desgastan rápidamente y requieren una conducta privada irreprochable de quienes las exhiben. Una de las últimas palabras de moda es el término “equidad”, que remplazó los conceptos de igualdad y justicia. Operación doblemente perniciosa. Por un lado, la equidad quiso justificar la noción de desigualdad dinámica al servicio económico, que es algo violenta; por otro, la invocación de un valor, presentado como proyecto, equivalía a legitimar de antemano opciones políticas que, por naturaleza, son cuestionables e imperfectas.

A este lenguaje pertenecen las cifras, estadísticas, los porcentajes que privan a los ciudadanos de lo que se puede llamar una conciencia existencial de la situación política. Lo mismo puede decirse del abuso de acrónimos de todo tipo, que descarrilan aspectos humanos cuando alinean letras abstractas. La propia palabra disfunción, cada vez más utilizada, vacía de sentido político a los fracasos que describe: reduce el carácter abstracto de las situaciones humanas que cubre y sugiere que las realidades deploradas son el resultado de una causalidad puramente técnica que la tecnología puede remediar, enmascarando así la irresponsabilidad de los responsables o el fracaso de sus estrategias.

Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

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