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COLUMNA: Tejabán

Por Redacción Ago5,2024

Vivir en Madrid

Por Carlos Ramírez Vuelvas

Cómo íbamos a saber que aquello era posible.

Teníamos menos de 30 años, dos familias que nos amaban con fruición, un montón de deudas, muchísimas dudas y cuatro años viviendo la montaña rusa de un matrimonio al comenzar el siglo XXI.

Yo no bebía café y a ella le encantaba. Pero soñábamos. Un primo nos había dicho que Dublín era extraordinario. Mi padre, cuando joven, nos había llevado a recorrer algunos días las calles de ciertas ciudades que yo conocí por enciclopedias: París, Roma, Madrid. Una amiga solterona llevaba cinco años viviendo cerca de Gran Vía, esa columna vertebral y maleable de la Villa y Corte, y aunque poco conocía la ciudad, a ella le fascinaba la sensación de vivir en la capital de España.

Había que buscar un modo para cumplir el sueño, porque a veces la felicidad se trata de palpar con todo el cuerpo los deseos, aunque entre realidad y deseos hay algo de distorsión que casi siempre es algo que duerme adentro de nosotros.

Y que un día despierta. Porque yo siempre fui un chico que supo vivir de becas (a falta de las vacas, diría mi querida Guillermina Cuevas), intenté todas las becas posibles para viajar a Europa. Y como también he aprendido a vivir con mi complejo de hermano mayor, pedí becas por partida doble.

En mis solicitudes siempre enlistaba por delante las becas que ya había obtenido antes, como quien lanza una caña un día de pesca, y como en los días de pesca yo sabía cultivar la paciencia y el coraje suficiente para soportar otro desengaño, porque a veces el cielo está encapotado, nublado, y no llueve.  

Y antes del primer temporal sufrí seis desengaños, hasta que en el séptimo día picó el pez: habíamos obtenido una beca para estudiar posgrados en la Universidad Complutense de Madrid. Teníamos 29 años, una sed infinita de ilusiones y una fe a prueba de rechazos.

Compramos el vuelo que mejor se ajustaba a las circunstancias, que nos llevó desde la Ciudad de México a Atlanta y de ahí a Madrid, en una cabina minúscula donde los cuerpos se ajustaron a su mejor calidad de muéganos.

Pero no importaba: detrás de aquella pequeña ventana del avión, después de 18 horas de vuelos interminables y ansiosos, estaba Madrid, y sus tonos terrosos que quedaron impresos para siempre en la memoria del corazón.

Porque el corazón tiene memoria, y ahora me enloquece el café, y porque muchas veces, sobre todo en estos días de lluvia sosegada y tranquila, me gusta volver a los días de Madrid donde vivimos en una buhardilla de 32 metros cuadrados (aunque después conocimos la amplitud de un primer piso), en un quinto piso sin ascensor, comiendo mandarinas todo el tiempo y 20 euros para los fines de semana, que eran largas caminatas sólo para confirmar que todo aquello era posible, siempre y cuando la fe, esa rama delgada como la pata de una paloma, se mantenga bien asida al tronco firme de la voluntad.

De esa rama colgamos el columpio donde nos paseamos, divertidos, por casi tres años, entre las calles de Madrid, para constatar que aquello era posible, que a veces la felicidad se debe palpar con todo el cuerpo del deseo, aunque las becas nieguen tu nombre cinco o seis veces.

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